Editar es encarnar la palabra del otro
Reflexiones a partir de la carta del Papa Francisco sobre el papel de la literatura.
05/05/2025

El 4 de agosto de 2024 el Papa Francisco publicó una carta donde reflexionaba sobre el valor de la literatura en la formación humana. Esa carta me la envió recientemente una colega editora. Me ha gustado leerla, pensar en lo que dice, y cómo me afecta en mi calidad de editor. Editor, además, de un sello con un catálogo marcado por dos líneas aparentemente contradictorias: la espiritualidad y la contracultura, y que es mayormente conocido por nuestra colección de poesía y de literatura LGBT. Inspirado por las palabras de Francisco arrojo algo de luz a lo que me mueve en esta forma de asumir mi personalidad como editor.

El valor de escuchar otras voces
Francisco rescata una definición de Borges que condensa la esencia del acto literario: escuchar la voz de alguien. En un mundo dominado por el ruido digital y los monólogos paralelos, la literatura constituye uno de los pocos espacios donde aún es posible ese ejercicio cada vez más raro: la escucha profunda.

"Caemos rápidamente en el aislamiento, entramos en una especie de sordera `espiritual`, que incide negativamente también en la relación con nosotros mismos y en la relación con Dios", advierte el Pontífice, estableciendo una conexión entre nuestra capacidad de escucha y nuestra salud espiritual.

Esta observación dialoga discretamente con la exhortación evangélica: "El que tenga oídos para oír, que oiga" (Mt 11,15). La verdadera escucha no es pasiva; implica una apertura activa hacia el otro que requiere esfuerzo, atención y cierta renuncia a nuestros propios filtros interpretativos.

El desafío de escuchar en la sordera espiritual
Hay un pasaje de la carta que me ha calado hondo: "Escuchar la voz de alguien". Francisco cita a Borges para recordarnos que leer es entrar en contacto con un otro, un acto que contrarresta la sordera espiritual de nuestro tiempo. En un mundo donde las redes sociales nos aíslan en burbujas de eco, donde la política se desmorona en discursos vacíos, la literatura nos devuelve la empatía. "Vemos con miles de ojos, pero seguimos siendo nosotros mismos", escribió C.S. Lewis, y el Papa lo retoma para subrayar cómo la lectura expande nuestra humanidad.

Esto me lleva a pensar en tradiciones espirituales diversas. Sintetizando de una forma algo burda y simplista las enseñanzas de Buda, él nos vino a decir que "la mente es todo; lo que piensas, en eso te conviertes". La literatura moldea nuestra mente, nos hace habitar otras vidas, nos enseña a amar lo diferente. En un planeta fracturado por el odio y la indiferencia, el escritor debe ser un puente, un eco de la compasión que Jesús mostró al decir: "Vengan a mí todos los que están cansados y agobiados, y yo les daré descanso" (Mt 11,28). Publicar hoy, escribir hoy, puede ofrecer al lector ese descanso, ese oasis del que habla Francisco.

La labor editorial como discernimiento
Como editores, esta perspectiva ilumina nuestra responsabilidad desde un ángulo más profundo. No somos meros intermediarios en la cadena de producción cultural, sino agentes de discernimiento. El catálogo de una editorial no es una colección aleatoria, sino una propuesta de lecturas que consideramos necesarias para nuestro tiempo.

La pregunta que nos interpela es radical: ¿Qué criterios guían esta selección? Francisco, a través de la perspectiva de Karl Rahner, sugiere un paralelismo entre el poeta y el sacerdote: ambos buscan dar voz a lo innombrado, crear un espacio donde lo inefable pueda expresarse.

Para un editor, este paralelismo conlleva una responsabilidad análoga: discernir qué textos merecen circular, qué voces necesitan ser escuchadas, qué palabras pueden iluminar la experiencia humana contemporánea. No desde una posición de superioridad moral, sino desde un compromiso con la calidad literaria entendida en su sentido más amplio: como capacidad de revelación.

Los desafíos editoriales contemporáneos
La industria editorial enfrenta hoy desafíos incómodos. Por un lado, la presión comercial empuja hacia lo inmediato, lo digerible, lo que produce beneficios rápidos. Por otro, la fragmentación de la atención lectora dificulta la publicación de obras que requieren tiempo, concentración y esfuerzo.

En este contexto, publicar literatura de calidad —aquella que realmente permite "escuchar la voz de alguien"— se convierte en un acto casi contracultural. Es nadar contra la corriente de la inmediatez, de la simplificación, de la comodidad lectora.

El mismo Francisco observa que "es necesario y urgente contrarrestar esta inevitable aceleración y simplificación de nuestra vida cotidiana, aprendiendo a tomar distancia de lo inmediato, a desacelerar, a contemplar y a escuchar". ¿No define esto precisamente el propósito de un editor literario comprometido?

Continuidad en el pensamiento papal: razón y sensibilidad
No puedo evitar pensar en el Papa Benedicto XVI, cuyo amor por la cultura y la razón complementa la pasión humanista de Francisco. Benedicto, en su encíclica Caritas in Veritate (2009), escribió: "El desarrollo humano integral exige la libertad responsable de la persona y de los pueblos: ninguna estructura puede garantizar este desarrollo al margen de la responsabilidad humana". Francisco, en esta carta, lleva esa idea al terreno de la sensibilidad: sin literatura, sin el cultivo del corazón, esa libertad responsable se marchita.

Ambos pontífices, desde ángulos distintos, nos urgen a no ceder ante un mundo que separa fe y cultura, razón y emoción. Benedicto veía en la cultura clásica un eco de la verdad eterna; Francisco, en las novelas y poemas, un reflejo de la carne de Cristo, "hecha de pasiones, emociones, sentimientos, relatos concretos".

Benedicto advertía sobre el riesgo de que "la técnica se convierta en ideología, encerrando al hombre en un sistema sin salida". Como editores enfrentamos diariamente esta tensión: debemos abrazar las nuevas tecnologías y canales de difusión, pero sin permitir que estos medios determinen el contenido o empobrezcan la experiencia de lectura.

La responsabilidad cultural del editor
Francisco señala que la literatura es como "un telescopio" enfocado en los seres y las cosas, "imprescindible para concentrarse en `la gran distancia` que lo cotidiano traza entre nuestra percepción y el conjunto de la experiencia humana".

Esta metáfora del telescopio enmarca nuestra labor editorial: ofrecemos instrumentos de percepción que permiten ver más allá, acercar lo distante, ampliar el campo de visión. No simplemente entretener, sino expandir la capacidad de comprensión.

Cuando decidimos publicar un libro, estamos haciendo algo más que una apuesta comercial: estamos afirmando que este texto merece atención, que estas palabras tienen algo que aportar a la conversación cultural de nuestro tiempo. Es un acto de fe en el poder de la palabra para iluminar la experiencia humana.

Esta responsabilidad se vuelve aún más apremiante en un momento que Francisco caracteriza, citando a T.S. Eliot, como una crisis de "incapacidad emotiva generalizada". La frialdad burocrática, la deshumanización digital, la mercantilización de todas las esferas de la vida, son síntomas de esta incapacidad para conmovernos ante el misterio del otro.

Frente a esta realidad, editar literatura constituye un acto de resistencia. No por imposición ideológica, sino por convicción cultural: necesitamos palabras que nos devuelvan la capacidad de conmoción, de asombro, de indignación, de compasión.

El dilema entre calidad y accesibilidad
Uno de los dilemas más agudos que enfrentamos como editores es el equilibrio entre calidad literaria y accesibilidad. Queremos publicar obras que desafíen, que expandan horizontes, que exijan al lector. Pero también necesitamos que esas obras encuentren lectores.

Francisco parece consciente de esta tensión cuando recuerda su experiencia como profesor: "Entre el 1964 y 1965, con 28 años, fui profesor de literatura en Santa Fe, en un colegio jesuita. Enseñaba los dos últimos años de bachillerato y tenía que asegurarme de que mis alumnos estudiaran El Cid. Pero a los chicos no les gustaba. Pedían leer a García Lorca. Así que decidí que estudiarían El Cid en casa, y durante las clases trataría a los autores que más les gustaban a los chicos."

Esta anécdota ilustra un principio pedagógico aplicable a la edición: partir de donde está el lector para llevarlo más allá. No se trata de condescender ni de rebajar la exigencia, sino de encontrar puntos de conexión que permitan luego abrir nuevos caminos de lectura.

Como editores, nuestra tarea es doble: preservar lo valioso de la tradición literaria y, simultáneamente, estar atentos a las nuevas voces que expresan la experiencia contemporánea. Mantener vivo el diálogo entre pasado y presente, entre lo consagrado y lo emergente.

Hacia una ecología de la palabra
La carta de Francisco nos invita a pensar la literatura no como un sector aislado de la cultura, sino como parte de una ecología más amplia de la palabra. Una ecología amenazada hoy por múltiples factores: la saturación informativa, la degradación del discurso público, la instrumentalización del lenguaje con fines comerciales o propagandísticos.

En este contexto, el libro —entendido como espacio de reflexión, como territorio para el pensamiento lento, como lugar para el encuentro con otra subjetividad— adquiere un valor casi subversivo. Es un reducto donde la palabra puede desplegarse con toda su potencia reveladora.

La misión del editor, entonces, se aproxima a la del guardián de una ecología frágil: preservar las condiciones que hacen posible el florecimiento de la palabra significativa. Esto incluye defender espacios para la lectura profunda, promover la diversidad de voces, resistir a las presiones homogeneizadoras del mercado, y educar en la apreciación de la complejidad literaria.

Francisco nos recuerda que "la atención a la literatura no encuentra actualmente un lugar conveniente" en muchas instituciones formativas. "Se considera a menudo como una forma de entretenimiento, es decir, como una expresión poco relevante de la cultura". Frente a esta marginación, los editores tenemos la responsabilidad de reafirmar el valor de la literatura no como mero pasatiempo, sino como vía privilegiada de conocimiento.

Una palabra encarnada
La preocupación fundamental que atraviesa la carta de Francisco es evitar un "Jesucristo sin carne". Esta advertencia, aparentemente teológica, encierra una profunda intuición cultural: el riesgo de una palabra desencarnada, desconectada de la experiencia concreta, incapaz de tocar y ser tocada.

"Debemos cuidar que nunca se pierda de vista la `carne` de Jesucristo; esa carne hecha de pasiones, emociones, sentimientos, relatos concretos, manos que tocan y sanan, miradas que liberan y animan; de hospitalidad, perdón, indignación, valor, arrojo. En una palabra, de amor", escribe.

La literatura auténtica siempre ha sido encarnación: una palabra que no teme mancharse con el barro de lo humano, que no rehúye la complejidad moral, que no simplifica la ambigüedad de la experiencia. Como editores, nuestra tarea es favorecer esta literatura encarnada frente a la tentación de lo abstracto, lo ideológico, lo reduccionista.

En el episodio evangélico de la mujer adúltera (Jn 8,1-11), Jesús escribe en la arena ante quienes pedían lapidación. Ese gesto de escritura —del que nunca sabremos su contenido— interrumpe la lógica implacable de la ley y abre un espacio nuevo de comprensión. La auténtica literatura comparte esta capacidad: interrumpir los automatismos del juicio para abrir espacios de humanidad.

La labor editorial como vocación
Esta convergencia entre razón y sensibilidad, entre Benedicto y Francisco, me interpela como editor de Cántico. ¿Qué publicamos? ¿Textos que alimenten el eficientismo o que inviten a la contemplación? ¿Obras que refuercen los ídolos autorreferenciales o que, como dice Francisco, "destruyan los ídolos de los lenguajes falsamente autosuficientes"?

Mi labor, nuestra labor, es custodiar la palabra, la misma con la que Adán recibió del Creador el poder de dar nombre a las cosas. El editor contemporáneo participa de esa misteriosa tarea de predicar las formas de nombrar el mundo, de ordenar el caos de la experiencia a través de las palabras que elige hacer circular. No es un trabajo cualquiera, sino una vocación en el sentido más profundo: un llamado a ser guardianes de la palabra encarnada.

La oportunidad del editor contemporáneo
Concluyo estas reflexiones con la convicción de que el momento actual, a pesar de sus desafíos, representa una extraordinaria oportunidad para la edición literaria comprometida. Precisamente porque, como señala Francisco, "Occidente carece de un poco de poesía", nuestra labor adquiere mayor relevancia. En Cántico, desde luego, cumplimos con esa vocación poética.

La saturación tecnológica, paradójicamente, está generando una sed renovada de experiencias de lectura profunda. El exceso de estímulos digitales está provocando una nostalgia de la concentración, del silencio, de la lentitud. La fragmentación del discurso público está despertando una búsqueda de narrativas que ofrezcan sentido y orientación.

Como editores, nuestra tarea es responder a estas búsquedas no con fórmulas fáciles, sino con propuestas literarias de auténtica calidad. No se trata de competir con las nuevas tecnologías en su terreno, sino de ofrecer precisamente lo que ellas no pueden dar: un espacio para la interioridad, para el encuentro con la alteridad, para la experiencia de lo simbólico.

La literatura, como bellamente expresa Francisco citando a Paul Celan, nos enseña que "quien realmente aprende a ver se acerca a lo invisible". En un mundo obsesionado con la visibilidad inmediata, con la transparencia absoluta, con la exhibición permanente, la misión del editor es preservar ese territorio donde la mirada puede descansar de lo evidente para abrirse a lo invisible.

No es una tarea sencilla ni siempre reconocida, pero es profundamente necesaria. Como guardianes de la palabra encarnada, los editores contribuimos a mantener viva la capacidad humana de narrar y comprender la experiencia. En ese sentido, nuestra labor, aunque modesta, participa de esa misteriosa tarea que Rahner atribuía al poeta y al sacerdote: "redimir lo que constituye la última cárcel de las realidades no dichas".

Raúl Alonso Lorente
editor y poeta

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