El misterio de los libros enigmáticos
Existen aún en pleno siglo XXI varios libros calificados como enigmáticos porque, a estas alturas de la ciencia y la tecnología, todavía no se han conseguido descifrar.
21/02/2022

Existen aún en pleno siglo XXI varios libros calificados como enigmáticos porque, a estas alturas de la ciencia y la tecnología, todavía no se han conseguido descifrar. El más significativo, por su alfabeto desconocido, el Manuscrito Voynich, sobre el que han llovido las teorías, pero, hoy por hoy, no se han dado más que escasas traducciones parciales de pocas palabras.

Otros, como la Biblia del Diablo o Codex Gigas («Libro gigante»), llamado así por su extraordinario tamaño: 92 × 50,5 × 22 cm, y su peso de 75 kilogramos, siguen constituyendo un enigma porque de acuerdo a la investigación realizada por National Geographic, fue escrito en un tiempo comprendido entre 24 y 72 horas por un único autor, debido a que el estilo y la fuente de la caligrafía son uniformes; lo cual parece humanamente imposible dado que contiene un inmenso volumen de información: la versión Vulgata de la Biblia (excepto los Hechos de los Apóstoles y el Apocalipsis, que provienen de otra versión anterior) además de las Antigüedades judías y La guerra de los judíos, del historiador Flavio Josefo; las Etimologías de san Isidoro de Sevilla, la Chronica Boemorum («Crónica de Bohemia») de Cosmas de Praga, encantamientos mágicos, tratados de medicina escritos por Constantino el Africano, un calendario, una relación de personas fallecidas y otros textos varios.

Son solo dos ejemplos, pero, entre otros que podíamos citar, ninguno se hizo tan célebre como El misterio de las catedrales, no solo por su contenido esotérico, que no fue lo principal de su fama, sino por su enigmático autor, que apareció con un seudónimo que desató las especulaciones: Fulcanelli.

Cuando Europa había olvidado, o parecía estar olvidando, las tragedias sucesivas de la Primera Guerra Mundial (1914-1918) –que por su horror, hasta entonces desconocido, recibió el apelativo de Gran Guerra–, así como la terrible epidemia que pasó a la Historia como la “gripe española” –traída por los soldados americanos que vinieron a combatir a Europa, portadores de contagios chinos, pero como la prensa de España, que no estaba en guerra, era la única que hablaba de ella, se le dio tal nombre–, que de manera subsiguiente se cebó sobre el Viejo Continente mientras se preparaba el desencadenamiento de otra catástrofe de proporciones incalculables, como sería la segunda conflagración mundial, precedida del crack de la bolsa neoyorkina en 1929 –una de las causas que estuvo en su origen–, y cuando en la parte oriental del territorio continental el gigante ruso había asentado la revolución comunista, en medio de una sociedad cambiante –que hacía gala de costumbres liberales, como la incorporación de la mujer al mundo laboral–, dada a la diversión y al carpe diem, así como abierta a todo tipo de tendencias y pensamientos –no olvidemos fenómenos rupturistas, unos de corte radical como el movimiento Dadá, otros basados en las novedosas teorías del psicoanálisis freudiano como el Surrealismo, centrado en el mundo de los sueños–, en aquella Europa, que vivía los que se llamarían “locos años veinte”, donde las más descabelladas teorías prendían como el fuego especialmente entre los círculos del esoterismo pseudocientífico, un autor desconocido, que firmaba con el seudónimo Fulcanelli, vino a desconcertar los ambientes culturales con una publicación que vio la luz en 1926 y que ya en su título anunciaba un enigma a descifrar: El misterio de las catedrales.

Solo eran trescientos ejemplares, lujosamente editados y encuadernados, con alucinante portada: un cuervo posado sobre una calavera frente a utensilios de laboratorio y una esfinge presidiendo la escena. Contenían más de treinta ilustraciones –treinta y seis, en concreto– así como un prólogo o prefacio. Aquellas llevaban la firma de su autor, un pintor maduro que practicaba el ocultismo, de nombre Jean Champagne, y el texto introductorio era original de un joven veinteañero llamado Eugène Canseliet. Pero la identidad del autor de la obra era un enigma.

Como su título indica, el libro versa sobre los templos estrella del arte gótico –en especial, las grandes catedrales francesas, país donde nació el estilo, sobre todo, Chartres y París–, presentándolos como obra del esoterismo ocultista de acuerdo a los esquemas secretos instituidos por los maestros alquimistas.

En principio, el enigmático autor afirma que la planta de los magnos templos, en forma de cruz latina, obedece no solo a la simbología cristiana –la cruz donde murió el Redentor, siendo su cabeza el ábside, sus brazos el transepto o nave transversal del templo, su cuerpo la nave mayor y sus pies la entrada al edificio–, sino que está en relación con el crisol alquímico u hornillo de atanor, concomitante con el cuerpo humano porque en el interior de dicho aparato se producen transformaciones como las que experimenta el espíritu del hombre cuando penetra en una catedral:

… la cruz es el jeroglífico alquímico del crisol (creuset), al que se llamaba antiguamente [en francés] cruzoz, crucible y croiset… Efectivamente, es en el crisol donde la materia prima, como el propio Cristo, sufre su Pasión; es en el crisol donde muere para resucitar después, purificada, espiritualizada, transformada.

Según una tradición recogida por Fulcanelli, el sábado, día de Saturno, los maestros alquimistas medievales se reunían en cofradías ante las catedrales con la finalidad de continuar manteniendo celosos el secreto de su construcción, basada en los símbolos de un código alquímico que solo los iniciados sabían descifrar.

De acuerdo a las interpretaciones del misterioso autor, en los templos insignia del arte medieval, el esoterismo campa por doquier. Los siete medallones de la imagen de la Virgen María en la fachada de la catedral parisina de Nôtre Dame simbolizan los astros relacionados con los siete metales fundamentales en el proceso alquímico, cuyo norte consiste en obtener oro a través de la mezcla de los mismos, asociándose cada uno a un día de la semana: el Sol (oro): domingo; la Luna (plata): lunes; Marte (hierro): martes; Mercurio (mercurio): miércoles; Júpiter (estaño): jueves; Venus (cobre): viernes; y Saturno (plomo): sábado. Las claves de la transmutación de dichos metales en oro, solo lo iniciados sabían interpretarlas. Con ello, el desconcierto entre el público creció como la espuma.

Ajenos al rigor histórico científico, pues los alquimistas “comienzan por suponer en lugar de probar” –como se quejaba Lavoissier, joven abogado francés del siglo XVIII, a quien se considera el “padre de la Química”–, las interpretaciones esotéricas hacen derivar el término “gótico” del francés argotique (formado por art y gotique: “arte gótico”), adjetivo procedente de la voz argot, que indica un lenguaje específico de los albañiles –la lengua argótica o “lengua de los pájaros”, que era como se nombraba la sabiduría iniciática–, aludiendo a una terminología secreta que solo un grupo de iniciados, los “argoteros”, conocían. Ellos mismos se consideraban descendientes herméticos –seguidores del mítico filósofo Hermes Trismegisto– de los argonautas, los navegantes helenos que, a bordo del Argos, atendiendo la llamada de Jasón, partieron hacia la región de la Cólquida en busca del Vellocino de Oro.

Pero al desconcertante Fulcanelli aún le quedaba plomo en la recámara y, tres años después de la publicación de El misterio de las catedrales, esto es, en 1929, dio a luz otro libro esotérico: Las moradas filosofales, que trataba no ya de los edificios religiosos góticos, sino de las construcciones civiles y militares, como castillos y casonas nobiliarias –con las obras de arte que contienen–, característicos de la Baja Edad Media, analizándoles bajo el mismo rasero.

Pero, ¿quién era, dónde estaba Fulcanelli? Todo París le buscaba. Se pensó que tal vez el prologuista o el dibujante podían ser el propio sabio oculto. Pero ninguno de ambos contaba con la identidad cultural suficiente para haber escrito un texto tan complejo. El primero era aún muy joven para dominar tantos conocimientos, así como la experiencia en el manejo de los mismos que demostraba el autor. Y, respecto al segundo, aunque ducho en las artes mundanas, lo suyo era la bohemia y la vida fácil; imposible imaginarle encerrado en el esfuerzo de asimilar tantos contenidos como Fulcanelli volcaba en su misteriosa e intelectual obra.

Se pensó en otros autores cercanos a los círculos ocultistas, entre ellos, un tal Rosny el Viejo, que ya había escrito obras de corte esotérico como La guerra del fuego, textos en los que demostraba conocimientos de raíz científica y filosófica. Pero, pronto se desechó este sujeto porque no terminaba de enlazar su estilo de vida con el del sabio que les traía de cabeza.

Tampoco cuajaron las identidades del Dr. Jaubert y otros aficionados al ocultismo como Castelot, Fauguerons, Dujols… Así que dieron la batalla por perdida, concluyendo que debía tratarse de una persona extraña que llevaba una vida secreta e independiente. Los únicos que le conocían, Canseliet y Champagne, sostenían lacónicamente que se trataba de un aristócrata de mediana edad, con cuya fortuna había estado a las puertas de descubrir la piedra filosofal; y nada más, no querían desvelar la identidad del ya morboso personaje. Ni siquiera por dinero, añadiendo, pues, más leña al fuego.

Así, pasó el tiempo y, mucho después, en 1963, apareció otro libro titulado El amanecer de los magos, obra de Louis Pauwells, en el que se relataba la conversación mantenida en 1937 entre otro personaje individualista y extraño, el científico Jacques Bergier, y un enigmático sabio que advertía sobre los peligros de la energía nuclear (nada raro, ya lo había anunciado Albert Einstein): “los explosivos atómicos pueden fabricarse con solo unos gramos de metal y, sin embargo, arrasar ciudades enteras”; sorprendentemente, dicho solo ocho años antes de las primeras deflagraciones atómicas en Hiroshima y Nagasaki; aunque hay que tener en cuenta que el libro está escrito y publicado “a toro pasado”.

Lo enigmático vuelve a ser que, en aquellos años anteriores al inicio de la Segunda Guerra Mundial (1939-1945), en los que está datada la misteriosa entrevista con el desconocido interlocutor de Bergier –quien no termina de mencionar el nombre de Fulcanelli, pero más o menos lo da a entender–, las investigaciones nucleares no habían logrado progresar, mientras el citado personaje ya mantenía (repetimos: “a toro pasado”, en 1963) que “los ordenamientos geométricos de metales puros pueden desencadenar fuerzas atómicas sin necesidad de emplear la electricidad o la fuerza del vacío”.

¿Podría tratarse este enigmático alquimista del desconocido Fulcanelli?

Un autor enigmático en el universo mundo de los libros enigmáticos.

(Extractado en parte de Grandes enigmas y misterios de la historia, 2ª ed., Almuzara, 2017, del autor de este artículo)

Carlos Taranilla
escritor

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