El oficio de lector
Leer es un gran oficio. El mejor de todos los conocidos por indomable, apasionado, excitado y corrosivo. Un ejercicio de intemperie donde el verbo es el único apoyo para ayudarnos a estrenar el mundo cada mañana, el único tanino posible para dejarnos
02/10/2017

Escribir, corregir, traducir, maquetar, realizar portadas, vender, criticar.... Todo el proceso que circunda una obra es necesario, arduo y meritorio, pero la tarea realmente titánica es sólo una: leer. Lo verdaderamente complejo pasa por descubrir el Alpeh, descifrar la Rayuela, transitar Comala, peregrinar a Macondo, volver a Región, alcanzar Yoknapatawpha y desencantar ciertos sortilegios que jamás existieron... o que la tinta creadora dejó en un sobre lacrado con un único destinatario: nuestro nombre. Sólo así llegamos a descubrir cómo, cada autor, es un teórico que demuestra ser un narrador genuino y cada narrador se convierte en un inigualable teórico. De esa forma conocemos, de entre el insondable océano de escribientes, a aquella rara especie de contadores de historias que con la mano siniestra percuten acordes mientras que con la diestra acarician las teclas de un piano hasta dar con las pocas notas capaces de generar esa melodía recóndita que se reconoce como el pellizco de la literatura. Aquellos, que no solo escriben una novela sino también un estudio caracterológico; los que saben de agógica emocional y disfrutan de una imaginación a prueba de cualquier algodón. Son los mismos en los que resulta imposible encontrar objetos de liquidación en su repertorio porque son capaces de edificar un territorio construido con aquellas pequeñas cosas que decimos sólo en voz baja para nosotros mismos, o las pensamos avergonzados de afrontarlas. Esos, y sólo esos, son los que alimentan al lector-cómplice al que se refería Cortázar, hasta hacerle copartícipe y copa­deciente de la experiencia por la que pasa el novelista, en el mismo momento y en la misma forma, como un todo carnal y único.

Leer es un gran oficio. El mejor de todos los conocidos por indomable, apasionado, excitado y corrosivo. Un ejercicio de intemperie donde el verbo es el único apoyo para ayudarnos a estrenar el mundo cada mañana, el único tanino posible para dejarnos el mejor de los retropaladares cuando la realidad se nos queda estrecha. Por las páginas de cada libro transitan una resaca de personajes amigables, empáticos, distópicos, delirantes, aborrecibles, desheredados... pero siempre enredados en una épica, tal, que permite que les odiemos, les amemos o sintamos que pueden llegar a ser imágenes especulares de nuestra propia (y finita) existencia. Leer es saber guardar un gran secreto... porque la eternidad entera cabe en las páginas de un libro. Existen los poetas -dios permita que sigan generando brechas, vigilias y sinestesias-, los ensayistas -que nos ayudan a reflexionar sobre la realidad-, pero los novelistas son los verdaderamente  facultados para contar cabalmente ciertos hechos. Por eso volvemos a ellos. Una y otra vez. Regresamos a quienes forman parte de un movimiento silencioso, tan subterráneo como secreto... Nos cobijamos en las faldas de aquellos a los que se les nota rendidos borgianos, obedientes beckettianos o gogolianos devotos. Seguimos la estela de quienes lavan su prosa a la piedra y escriben como les da la real gana, abriendo licencias narrativas insospechadas. Un buen libro es aquel que sólo puede escribir un narrador desde la infinita ingenuidad y la inocente sabiduría... pero también el artefacto que el lector sabe recibir con las palmas de las manos abiertas, aunque sea imperfecto, en tanto que sus páginas toman impulso hacia arriba y hacia adentro y no resultan ser un punto de fuga sino un modo de enhebrarse, mejor, a la vida. Libros sin amo para lectores sin dueño. Ya que la orfandad dura para siempre, acaso únicamente la literatura nos conceda el bálsamo, sortilegio o espantamiedos paternal con el que continuar viviendo y haciéndonos menos chatos, menos pequeños. Leer, para concluir, no es otra cosa que orar... Porque también supone un salto al vacío que nos fortalece, más allá de las bellas palabras y las torres del Parnaso. Se trata de una suerte de plegaria que nos contamina de toda la inmundicia que nos rodea y nos obliga a mirar hacia los lugares más incómodos de nuestra condición porque nos obliga a asomarnos a esa oscuridad primordial que nos recorre y define. Por eso, no dudo en pensar que, de la vida, una de las cosas que nos salva es el oficio de lector.


Ángeles López
Escritora, editora, periodista, crítica literaria.

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