Vengo de una inmersión. Eso no estaba en mi libro de Historia del Cine, de Javier Ortega (Almuzara, 2021) me ha hecho bucear por muchos años de mi vida, equivalentes a sendos años de cine. La identidad entre la vida y el cine es uno de los leit motivs (por decirlo en términos cinematográficos) que vertebran este amenísimo libro, que no es solo una revisión compendiosa de lo mejorcito que ha parido el séptimo arte, sino una reflexión a veces muy crítica sobre el presente de esta industria, convertida en una tecnológica faramalla de efectos especiales que busca dejar boquiabierto a un público integrado por adolescentes o por adultos forzados a serlo. Sin incurrir en tecnicismos gratuitos ni hacer alarde de la mucha erudición cinematográfica que le rebosa, Javier Ortega ha conseguido plenamente su objetivo, al menos conmigo: amar al cine más de lo que ya lo amo (Steven Spielberg, ¡cuántas horas de júbilo me has dado!); incitarme a la búsqueda ansiosa de títulos que no conocía o que me inspiraban cierta reserva (¡qué endiabladas ganas de Kurosawa y de Tarkovski me han dado!); y encender el irrefrenable deseo de repetir experiencia con otros casi olvidados, como Vacaciones en Roma o Con faldas y a lo loco. Curiosamente, esta la compartí hace poco con mis hijos... sí, con esa generación a un móvil pegada. Ni que decir tiene que el móvil ni lo tocaron (como siempre que ven cine, la verdad sea dicha) y que se desternillaron de risa con Jack Lemmon y los chisposos diálogos y escenas que abundan en la cinta, un prodigio de frescura y desenfado. Los nacidos antes de los 80 tuvimos la suerte de que la cadena pública que monopolizaba nuestras tardes de sábado proyectara largometrajes de altísima calidad, sin los prejuicios que la parrilla televisiva actual alimenta hacia toda película que supere los diez o quince años de antigüedad, máxime si esta es en blanco y negro (¡qué horror!), y ya no hablamos del cine mudo, cuya presencia en las generaciones actuales es totalmente muda, como la de los grandes clásicos de la literatura. Es triste, pero el cine nació como un inmenso ventanal que nos asomaba al mundo, a lugares desconocidos, a épocas pretéritas, con el extra de aportar una emoción compartida no solo con la familia, sino con los estratos sociales más heterogéneos que se daban cita en las salas de cine. El nacimiento de la televisión redujo esa catedralicia —y comunitaria— vidriera de la pantalla blanca a una ventana casera que mermaba la calidad de nuestra visión artística y reducía los copartícipes de la experiencia cinematográfica al reducido ámbito familiar. El teléfono móvil, finalmente , ha constreñido a lo irrisorio el tamaño de ese rectángulo mágico: lo que empezó siendo imponente ventanal ha acabado reducido a ventanuco carcelario que inyecta en nuestra esclerótica experiencias anodinas y, como las del prisionero, solitarias. Confieso que hubo tiempos en que sentí la tentación de considerar el cine un arte menor, hijo y deudor de todos los demás. Este libro de Javier Ortega me ha dejado una cosa muy clara: que el cine constituye el medio más atractivo y cercano para acercar al adolescente reacio o al ciudadano más obtuso e insensible a las grandezas del arte con mayúsculas, lleno de valores humanos, reflexiones metafísicas y deslumbrantes logros estéticos para los que hoy son ciegos los que cifran en Youtube o en el infame TikTok su contacto con otras historias, sin reparar en que dichas plataformas, en el mejor de los casos, poseen el anodino atractivo de nuestra estupidez más cotidiana. Esto no es una reseña, más bien una almáciga de reflexiones cosechadas en este libro de Javier Ortega, que lejos de reducirse a un muestrario de anécdotas (que las tiene, y curiosísimas), ahonda en el análisis de multitud de películas y desentraña los secretos que otorgan a cada director un puesto eminente en el Olimpo del séptimo arte. Resulta curioso cómo el cine posee la virtud de la propia remembranza, como nos ocurre a los poetas con los poemas: la relectura de unos versos propios retrotraen a menudo al momento exacto del día y de la vida en que fueron escritos. Eso pasa con muchas películas: recordarlas o volver a verlas evoca muchas veces el primer momento en que se vieron y, sobre todo, con quién se vieron. Es una de sus virtudes mágicas, una de las que reivindica Javier Ortega: el cine como experiencia colectiva de masas, el arte acercándose al desalentado contribuyente (¡cómo gusta a los dirigentes este espécimen humano tan dócil, tan maleable!) y abriéndole los ojos a mundos de ensueño o a incómodas realidades que cuestionan los valores impuestos desde arriba. |
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