Un escritor tiene la atrevida capacidad de burlar a la muerte otorgando vida a historias que permanecerán inalterables en el tiempo. Pero ese prodigioso poder no nace y camina solitario desde las manos creadoras de un autor, hay todo un séquito de protectores que velan porque ocurra. El corrector es uno de ellos. Cada una de las palabras que componen una obra es un destello de luz que, cuando se unen, acaban prendiendo una hoguera que absorbe al lector con sus lenguas llameantes; pero, si una de esas palabras falla, este fuego nunca llega a producirse. El universo de las letras cuenta con una serie de normas ineludibles para construir un buen libro. No solo el don de contar es suficiente, debe acompañarse de un cuidado artificio, y de ello se ocupan los correctores. Para el lector, el corrector no existe, cree que el ejemplar que tiene entre manos recién ha salido de las vigorosas manos de un autor entusiasta a su público más fiel, aunque permiten la sutil e irrefutable excepción de la presencia de un editor que haga posible que una idea sobre papel arrugado se convierta, estéticamente, en una obra de arte que satisfaga las querencias de una sociedad cada vez más exigente. Y esta es una gran mentira: el corrector está, solo que acepta ser invisible. Y parte de esa renuncia al reconocimiento popular nace de su amor hacia el libro. Asume, con beatífica humildad, que, la mayoría de las veces, su nombre no figurará en ningún lugar; quizá se trate de uno de los trabajos más altruistas que se hayan conocido. Porque ¿cómo demostrar que sobre ese libro impoluto está marcada tu huella? Simplemente, no se hace: uno o una llega a las librerías, ve un libro que ha sido corregido por él o ella, lo abre, respira profundo, satisfecho, y lo vuelve a cerrar. Y si algún lector curioso se acerca a ojearlo en tu presencia, no podrás disimular la sonrisa, y si, encima, lo acaba comprando, saborearás el éxito como el que más. Decía Joseph Conrad que la mitad de un libro la escribe el autor, y la otra mitad, el lector. Y añado aquí que, en esas entremedias, se encuentran los correctores, quienes se instruyen casi a diario en este mundo tan cambiante y adaptativo sobre la cultura de las letras, sus leyes y efectos, pues incluso la belleza brota sobre la naturaleza gracias a unas reglas. Es importante dejar algo bien claro: cada libro es un entramado semejante al que funciona en cualquier proyecto teatral; el espectáculo podrá arrancar sonrisas al público si la representación de sus actores resulta estimulante o en cierto grado convincente, pero solo alcanzará el aplauso si el montaje, entre bastidores, es adecuado y eficaz. Ese momento a solas con un manuscrito es lo más parecido al inicio de una vertiginosa aventura hacia lo desconocido. Los correctores a menudo se encuentran con tramas con las que no conectarán del todo, les desagradarán, les provocarán hastío o rechazo, pero, igualmente, tendrán que afrontarlas; en nuestra jerga, sacarle todo el partido a su estilo con el fin de que un correcto tratamiento de este ensalce el valor narratológico de la obra. Con otros, en cambio, suplicaremos detenernos un poco más en cada párrafo para degustarlo despacio. Pero ahí está la magia de la literatura, en su habilidad para provocarnos reacciones, sean cuales sean; la cuestión es que, una vez que nos enfrentamos a un libro, no podemos escapar de su campo magnético. Y nosotros, los correctores, tenemos la inmensa suerte de experimentar esas sensaciones antes que el resto. Y solo por ese privilegio, aunque invisibles, seguimos en la maquinaria, como peones que trabajan el tablero en este complicado juego de ajedrez que son el mercado del libro y, en fin, la vida misma, con el objeto de amparar al rey y, como anunciaba al principio, dirigirlo hacia la eternidad. |
Filóloga instruida, lectora incansable y humana errante. Iniciándome en el maravilloso mundo editorial. Hoy día imaginar el mundo es un poder temerario para algunos, pero saber escribirlo supone una bomba de destrucción masiva para toda la humanidad. |
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