La muerte de la pequeña Asunta se convirtió desde las primeras horas en un crimen famoso, una gran oportunidad para los dueños de los medios de comunicación. Nunca se entendió el móvil, pero había algo de lo que nadie dudaba: la absoluta culpabilidad de los padres, rápidamente detenidos, pese a la falta de pruebas y la escasez de indicios contra uno de ellos. Expuestos desde el principio al juicio paralelo de la opinión pública, fueron forzados a pasear esposados ante una turba congregada para insultarlos y amenazarlos. Se difundieron bulos y murmuraciones. Se produjeron filtraciones constantes, a pesar del secreto total del sumario. Mientras husmeaban en la intimidad de los sospechosos, los periodistas pasaron por alto los errores y abusos de la investigación judicial. Una revisión serena del caso, cuando las luces del espectáculo ya se han apagado, suscita algunas preguntas inquietantes: ¿Cómo conseguir un jurado imparcial en tales condiciones? ¿Qué sucede cuando un juez instructor aficionado a salir en la tele cree saberlo todo? ¿Puede un inocente ir a la cárcel gracias al acoso despiadado de la prensa y las redes sociales?
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