Plutarco, en sus “Vidas paralelas” asoció para siempre a dos grandes personajes históricos como fueron Alejandro Magno y Julio César. Esta asociación hubiera complacido, sin duda, a César pues éste trató de emular siempre al macedonio y, si hemos de creer a la leyenda, llegó a lamentarse en su juventud de que, a sus años de entonces, Alejandro Magno ya había conquistado el mundo cuando él (César) aún no había hecho nada. Años después, otro hombre excepcional pudo haberse añadido, con cierta justicia, a esas “vidas paralelas”, y ese personaje histórico, que no es otro que Napoleón, al que Ridley Scott acaba de dedicarle una película, bastante polémica por cierto, también hubiera estado complacido con la “asociación” pues desde muy joven Alejandro y César fueron sus “modelos” y buscó identificarse con ellos siempre que tuvo ocasión. Sin embargo, tratándose, sin duda, de tres grandes jefes militares, autores de grandes gestas en ese terreno, la comparación entre ellos precisa de algún matiz relevante para evitar confusiones. Alejandro Magno nació para ser Rey. Hijo de Filipo, Rey de Macedonia, fue educado por éste para su elevado destino y heredó sus sueños, sus planes, a sus generales y su ejército para hacer posible la ambición de invadir Persia. Sus méritos como conquistador (y descubridor de “nuevos mundos”) son indiscutibles pero Alejandro no tuvo que luchar por el poder, éste le vino dado por nacimiento. En cambio, César y Napoleón comparten un origen del que no cabía esperar el puesto en la historia que llegaron a alcanzar. Si les hubiéramos conocido en su niñez, en la Subura romana, o en la Córcega que acababa de incorporarse a Francia, la identificación con Alejandro hubiera parecido fuera de lugar. Sin embargo, uno y otro compartían la misma determinada ambición, la fe en sí mismos y en su destino y su admiración por Alejandro Magno. He echado de menos en la reciente película de Ridley Scott una referencia a ese niño corso, de francés sin duda deficiente, cuyos sueños se hicieron realidad para convertirle en emperador de los franceses y dueño y señor de la Europa continental. Sin embargo, ambos personajes, César y Napoleón, divergieron en su ejercicio del poder. El mejor César emergió una vez que lo hubo alcanzado. Realizó reformas, ejecutó grandes obras públicas y se comportó con una magnanimidad con sus enemigos que tal vez le costó la vida. Por el contrario, Napoleón, fue poco a poco convirtiéndose en una caricatura de sí mismo, y hubo de afrontar dolorosas derrotas en España (otro clamoroso silencio de la película de Ridley Scott) y Rusia, al tiempo que ordenó ejecutar sin reparos a sus rivales políticos. Tampoco su acceso al poder fue idéntico. Más que su habilidad política, Napoleón se benefició de su aureola de militar victorioso y del respaldo de sus ejércitos en los tiempos convulsos de la joven república francesa, aunque no llegó a producirse un enfrentamiento entre franceses. César, por su parte, tuvo que ser un auténtico “político”, hubo de superar el largo “cursus honorum” romano, venciendo en elecciones sucesivas, para lo que requirió habilidades sorprendentemente modernas: su preocupación por el “relato”, ejemplificada en esa obra de propaganda que fue su Crónica de la Guerra de las Galias, su política “populista”, su necesidad constante de dinero con el que financiar sus campañas políticas, los juegos y espectáculos en el circo y las grandes obras públicas con las que se granjeó el apoyo popular y, por último, y no menos llamativa, su preocupación por su propia imagen, que convirtió en una auténtica “marca personal”. Es verdad, no obstante, que, al margen de su actividad política, César necesitó “cruzar el Rubicón” y vencer en la guerra civil que le enfrentó a Pompeyo para terminar alcanzando el poder en Roma. Alejandro, César y Napoleón fueron, sin duda, grandes personajes que dejaron una profunda huella en nuestra historia pero sus vidas, dejando al margen los peligros que hubieron de afrontar en los campos de batalla, fueron sólo limitadamente “paralelas”. No obstante, sí cabe reconocer algo común a los tres: su fuerte vínculo con sus madres respectivas, que ejercieron una clara influencia sobre ellos en tiempos en que la ambición política de las mujeres se ejercía sobre todo (salvo escasas excepciones) a través de su influencia sobre los hombres. Francisco Uría es autor, entre otros, de Julio César. El arte de la política, La pequeña librería de Stefan Zweig o A orillas del Rubicón. |
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