En qué momento su hundió la industria del disco clásico
Gracias al disco todo el mundo puede hoy percibir las diferencias entre escuchar una cantata de Johann Sebastian Bach y una canción de Taylor Swfit.
03/04/2025

Gracias al disco todo el mundo puede hoy percibir las diferencias entre escuchar una cantata de Johann Sebastian Bach y una canción de Taylor Swfit. Pero es posible que no mucha gente repare en que, frente a las evidentes diferencias en la naturaleza de ambas creaciones, hay otra importante razón para discriminar las obras del viejo Bach de las de la lozana Swift: Bach no cantaba las cantatas que escribía y la pensilvana sí sus canciones. Hay por eso todo un mundo entre ambas maneras de operar; un mundo que separa radicalmente toda la música de todos los siglos a partir de la caída del Imperio Romano de la derivada de los cantos negros con sus primeras manifestaciones jazzísticas, de las cuales fue derivando ese trozo de la historia de la música occidental muy impropiamente denominado Música moderna, frente al todavía más impropio (mucho más) conocido como Música clásica. Es decir, en el primer caso compositor e intérprete es una misma cosa y en el otro no. Esa es, aunque no sea fácil de verlo, además de algunas otras complementarias, una de las más potentes razones por las que los discos, en un momento determinado, acabaron convirtiéndose en potencia industrial, para, un tiempo después, no muy grande en términos relativos, decaer hasta convertirse en testimonio. Defenderé el asunto parafraseando la célebre frase de Vargas Llosa sobre su país, después de haber intentado convertirse en su dueño: la cosa se jodió.

¿Por qué que hubo un momento en que a alguien se le ocurrió la idea de reproducir los sonidos eléctricamente? ¿Cuáles fueron las fases por las que pasó el sistema? ¿Surgió el asunto como un hecho puntual por el simple deseo de producir un entretenimiento galante o nació con vocación de convertirse en industria? ¿Cuál ha sido el momento culminante del proceso? ¿Por qué su decadencia? ¿En qué momento nos encontramos?

Para poder hallar respuestas a todas estas preguntas es necesario antes hacer hincapié en la idea planteada en el párrafo anterior. Como se verá, hay que distinguir entre disco de música clásica y disco para reproducir toda la otra, o lo que es lo mismo una maraña entretejida por un interminable número de géneros derivados del jazz. El camino recorrido hasta ahora por esa avalancha discográfica en el campo de la música popular urbana prosigue con cierta fuerza, porque la obra es siempre defendida por el mismo artista que la interpreta, con la consecuencia inmediata de que la creación discográfica de alguna manera muere en el momento de producirse la compra del disco por parte del consumidor. No es probable que a alguien le pueda interesar comprar varios discos con la misma canción cantada por el mismo artista, aunque los resultados sean producto de tomas distintas; el disco a comprar será otro, es decir, uno nuevo con canciones diferentes, aunque el artista que las interprete sea el mismo. Por eso la industria del disco con música no clásica prosigue su camino. Más o menos triunfal; quizá no tanto como hace veinte años, pero lo suficientemente triunfal para poder pervivir.

Nada que ver con los discos de música clásica, que están sujetos a una disciplina de base muy distinta. Porque, porgamos por caso, hay tantas quintas sinfonías de Beethoven como directores hayan dirigido la obra desde que esta saliera de la pluma de su autor, cuyo trabajo acabó en el momento de plantar la última nota sobre el papel pautado. No hay que ser muy listo, así, para darse cuenta de que es muy fácil encontrar una razón (¿estética?) de peso para justificar que bien se puede comercializar miles de quintas sinfonías de Beethoven por los miles de directores de orquesta correspondientes en los miles de discos correspondientes. O sea, un negocio formidable, desde luego apoyado por el trabajo se los críticos dictaminadores de la calidad de cada una de las llamadas “versiones” de la obra.

A grandes rasgos, esta historia comenzó cuando la electricidad permitió un invento diabólico llamado gramófono, un aparato capaz de transformar en sonido un largo surco circular grabado, cuando una punta de hierro se ponía a pasear sobre la impresión de ese surco sobre una placa. Eran estas de pizarra y de corta duración, sobre las que quedaba impregnada la música. Un acto de una ópera completa podía ocupar de doce a veinte discos. Más tarde, el material usado fue el vinilo, que se generalizó ya a finales de los cuarenta del siglo pasado. Furtwängler grabó Tristan und Isolde, de Richard Wagner, en 1952; ocupaba cinco vinilos. Y no mucho después se desarrolló una nueva técnica que consistía en separar el sonido en dos partes, que podían recibirse a derecha e izquierda, imitando la disposición de una orquesta sinfónica. The Beatles, algo más de una década más tarde, popularizó el sistema con un falso estéreo que causó furor llamado Rubber Soul (consígnese como anécdota que ese álbum contenía una canción que se titulaba Recordando a Beethoven). Pero las razones por las que la música del grupo arrasaba estaban alejadas de la búsqueda de la verdad sonora del clásico; el grupo tenía su propia verdad. Y se apañaron muy bien con ella, dígase también de paso.

Los medios de reproducción avanzaron notablemente con el microsurco, pero la auténtica revolución se produjo al nacer el sonido digital, y muy especialmente el disco compacto. El cambio fue radical y las compañías de discos tuvieron que cambar su modelo de negocio. Ahora el disco ya no se estropeaba (al menos eso decían los argumentos de venta del producto), con lo que había que inventar algo para multiplicar su rentabilidad. Ese algo fue la noble idea de desenterrar el inmenso repertorio de música clásica de los últimos mil años y meterlo en infinitos discos para eso, repetir infinitas ventas. ¿Se imaginan, los más de 600 conciertos que escribió Vivaldi enlatados en miles de discos protagonizados por artistas en sana competencia? Un gran servicio para la cultura; pero quizá algo más para el mercado.

Y así se produjo el gran milagro: conciertos, conferencias, artículos diversos, libros… y miles de discos, que además nacían como churros por un asunto de competencias y comparaciones malsanas: a ver quién canta mejor, quién toca mejor o quien dirige mejor, para que, una vez adquirida la presunta más grande versión discográfica de Rigoletto, el sufrido aficionado tuviera que volver a comprar otra, todavía mejor que la anterior. Una auténtica selva de vanidades se apropió del mundo de la música clásica, convertido de esa manera en un verdadero mercado persa, sostenido por opinadores de diferente ralea. Y por los mismos consumidores, transformados ya en auténticos expertos en la materia.

Hasta que un día, como le sucedió al Perú cuando Vargas Llosa quiso ser presidente, apareció una cosa llamada Internet: a la música y a los discos tal democratización, no solo del conocimiento sino del valor crematístico de los productos culturales, le sentó como una patada en el trasero; fue un desalojo por el procedimiento más expeditivo: todo gratis. Y se jodió el disco, como dicen le sucedió al Perú.

¿En qué momento nos encontramos ahora? Se siguen haciendo discos de música clásica. Pocos. Los grandes artistas, los mejores, siguen trabajando para las mismas compañías punteras. Por supuesto, grabando una y otra vez las mismas obras. Más Brahms. Más Mahler. Etcétera. Pero ni los sellos discográficos ni los intérpretes hacen caja. O al menos una caja razonable, desde luego en todos los casos a años luz del chorreo de dinero que se paseaba por sus cuentas de resultados en los años 80 y 90 del siglo pasado y la primera década de los 2000. El aficionado a la música ha ido cambiando desde entonces. Ahora muestra un cierto desdén hacia el disco, porque en cualquier plataforma lo tiene todo, incluso el último de su artista favorito. Y prefiere invertir en conciertos en vivo. En cuanto a los artistas que no son los quince o veinte que están en el verdadero top, compran sus grabaciones, es decir, se dirigen a los que últimamente se han dado por llamar eufemísticamente «sellos independientes» y por una módica cantidad consiguen que se les grabe ese disco que necesitan para dirigirse a los medios con la grabación bajo el brazo para mendigar, por otro precio todavía más módico, su promoción, así como a los promotores de conciertos para ser contratados y poder ganarse de esa forma la vida de manera más que modesta.

¿Tiene todo este laberinto alguna solución? ¿Hay visos de que algo cambie a mejor en la industria del disco clásico? Pues pinta mal. Al menos en nuestro país. El resto de la Europa rica sigue mostrando una lectura diferente de este asunto. En la España moderna las cosas fueron y siguen siendo distintas. Europa, tras 1945, aprovechó su ocasión, pero en nuestro país se hubo de esperar hasta el fin de la dictadura, y a ese retraso se sumaron decisiones de política cultural no lo suficientemente sensibles. En mi opinión, en nuestro país se perdió una gran ocasión. La Transición fue un momento de gloria para muchas cosas, pero algunas se quedaron fuera del tintero. Es cierto que en muchos campos de la cultura el país pasó de ser un erial a una fábrica de la creación. Sin embargo, en la difusión musical se descuidaron aspectos muy de base por la obsesión de crear infraestructura. Se invirtió en auditorios, orquestas y bienes culturales parecidos, pero en la reforma de la enseñanza, la música siguió ocupando el mismo farolillo rojo de país permanente sordo. Hoy, décadas después, el problema sigue siendo el mismo: el consumo musical ha crecido, pero de nada sirve tener en el Estado un sinfín de orquestas sinfónicas si la gente sigue teniendo una alpargata en vez de oreja a cada lado de la nariz. Por eso, en esto como en todo, la verdadera revolución musical pendiente sigue estando en la educación.

Cuando llegó Felipe González al poder se debió haber hecho esa revolución. Pero la pobre, no la del ostento. La cosa era fácil: enseñemos a nuestros alumnos a escuchar música desde el aula. Les aseguro que algo bastante barato. Pero no se hizo; se optó por otra vía: no por hacer esa reformita, sino por tirar de la chequera para construir infraestructura. Auditorios, salas, etc. Mientras que en la escuela los niños se desgañitaban con sus flautas intentando tocar la Oda a la Alegría. Solo los chicos mayores tuvieron en su enseñanza reglada una asignatura de historia de la música. Poca cosa, porque seguían sin que nadie les enseñara a escuchar música, que es de lo que se tendría que haber tratado. Algún que otro heroico profesor (y un poco bobo) hizo la guerra por su cuenta y, pasando de los planes de estudio y olvidándose de orquestas y auditorios, que crecieron como cucarachas, llevó la música al aula. La de verdad. La que se escucha con el profesor explicando por qué estuvo ahí, y por qué seguía estando ahí al cabo de siglos.

Un importante número de los alumnos que pasaron por esas aulas bien entendidas se libraron de la batalla del consumo y llegaron a entender lo que se puede hacer con un disco en las manos. Pero ni a esos pocos se les permitió avanzar, porque, con la llegada de Internet, se les sacó del mercado del disco, invitándolos a aparcar sus entendederas en las nuevas y maravillosas plataformas digitales, donde sí, se puede escuchar todo, pero sin el más mínimo criterio, y contemplando la escucha bajo la ausencia de los necesarios filtros educativos.

¿Está el mundo hoy para formular este tipo de quejas? Desde luego, el disco clásico hace ya años que firmó su tarjeta de defunción. Y en la escuela sigue sin escucharse música. En los últimos 50 años han pasado muchísimas cosas en este país. Maravillosas cosas. Pero se sigue sin enseñar música en las aulas. Muy mal.



Pedro González Mira es autor, entre otros, de Eso no estaba en mi libro de Historia de la Música o Historia de la gran música para piano.

Pedro González Mira


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