Cuando el día tiene dos noches: contra la romantización de la edición independiente

28/07/2025

En España, cada día, surge una editorial independiente y desaparece otra. 365 al año. En España, la longevidad media de una editorial independiente apenas sobrepasa los seis meses. En España, cada día, se publican 65 novelas.

No hay capacidad humana de digerir a diario lo que surge, lo que desaparece y lo que se produce, pero sí que esos rastros de cometa dejan a su paso roderas por el cielo como los surcos del labrador, la trocha de lo que es transitado a menudo, una trocha estelar de papel.

La mejor definición de la edición independiente es también la más prosaica. Una editorial independiente es la que no está integrada jurídicamente en un grupo. Así que, de entrada, la soledad.

Las editoriales independientes suelen estar presididas por una serie de denominadores comunes: hay un componente pasional de fondo (si la palabra puede parecer inapropiada, podemos dejarlo en vocacional); suelen configurarse por una o dos personas, muchas veces pareja que las más de las veces acaban en ruptura; su espíritu comercial generaría hilaridad en una escuela de negocio (de hecho, suelen vivir de `otra cosa`); son la puerta de entrada de los nuevos autores, de las apuestas culturales que van más allá de lo comercial; reflejan la bibliodiversidad del riesgo porque los editores son cada uno de un padre y una madre y hacen lo que les gusta; y, de salida, desaparecen sin dejar rastro, a diferencia de las librerías cuyo cierre va precedido de una oleada de lamentos y solidaridad universal.

Cuando una editorial independiente desaparece, lo hace siempre en silencio.

Poco se sabe del primer editor de García Márquez. Se llamaba Alberto Aguirre y se medio arruinó con el primer libro del que sería Nobel. Cuando publicó La hojarasca el propio Gabo le advirtió que no se vendería.

Que sea difícil de vender no es un argumento disuasorio para un editor indpendiente, al que, si hubiera que comparar con alguien, sería con un ludópata.

Cuenta el escritor Carlos Correo que, también Aguirre como editor, la experiencia se repitió en 1961 con El coronel no tiene quien le escriba. Del millar de ejemplares de la tirada, se vendieron 500. El resto se fue en copias para Gabo, regalos a amigos y envoltorios para cominos, tal cual.

He sido editor independiente durante 15 años y, como dice el poema, quien lo ha vivido lo sabe.

Tal vez editar sea la profesión más bonita del mundo y también la más ingrata, pues nada en un líquido amniótico hostil. Comercialmente es un producto débil con reducido porcetaje de beneficio, si lo hay, las tiradas son cortas, la distribución, cuando existe, apática, y la devolución del librero inmisericorde (¡ay, esas cajas de novedades que quedan sin abrir!). Tal vez sea solo el IVA reducido la única excepción que protege a un producto comercial que tiene menos público potencial que la cerveza.

Todo esto viene a colación por la romantización de la edición independiente, una cantinela mermeladosa y ciertamente insoportable. Es cierto que aquí, como en todo, hay clases: hay élite, clase media y lumpenproletariado, pero de una u otra forma siempre se llega a la misma situación: jornadas agotadoras que empiezan de noche y acaban de noche, de madrugada a madrugada, en donde el editor cambia sucesivamente de `chistera` (como llaman los ingleses a cada perfil profesional), ora maquetador, ora contable, ora relaciones públicas, ora empresario. Los resultados trimestrales no suelen dar ni para pagar la imprenta. Nadie en su sano juicio continuaría, pero es duro de pelar el editor independiente, sin romanticismos.

En algunas presentaciones o actos públicos, algún lector arrebolado suele dedicarles epítetos como `héroe` y, así, de heroicidad a herocidad, el editor, contento con el castillo de naipes sobre el que se sienta a horcajadas, sigue como el topo avanzando mientras echa tierra atrás para continuar. Romantizar la actividad cultural de una o dos personas que viven sentados en un barril de pólvora no es precisamente un halago, como no lo es romantizar el alcoholismo del que pretende día tras día `sobrebeber`, parafraseando a Kingsley Amis.

El mundo comercial adora la novedad y adora a aquellos que apuestan fuerte. Como una entidad financiera, el sistema presta atención a quien le pueda reportar beneficio. Si no hay una expectativa de negocio, por muy bueno que sea el libro, la indiferencia es el resultado. ¿Cuántas maravillas no han tenido siquiera una oportunidad de llegar a la mesa de una librería? ¿Cuántos editores han acabado totalmente arruinados durante años, malviviendo en el `negro`, declarándose en quiebra o apelando a una ley de la `segunda oportunidad`?

Como gesto, qué duda cabe, es de una gran belleza, pero personalmente es un desastre. El sentido común dice que quien dedica su escaso patrimonio a ir a una imprenta en vez de pagar el alquiler de su vivienda no es un `héroe`, sino un majadero. Así, la edición independiente es un bosque de hoja caduca que se lleva el viento, una majadería bellísima que pocos se toman realmente en serio, una aportación cultural somera, un reguero de papel destinado a ser reciclado, manchado de nuevo y vuelta a empezar. Fracasar, fracasar mejor, parafresando a Beckett, autor que, por otra parte, no era dado a muchos romanticismos.

Javier Fernández Rubio


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