Una vez me preguntó un compañero de trabajo que cuál era mi pasión. Fue aquella una tarde difícil. Me acababa de enterar de que no renovarían mi contrato. Y él, por ayudarme, me hizo esa terrible pregunta. No supe qué contestar. ¡No tenía pasión! ¿Cómo iba a ser eso posible? Enseguida intenté paliar aquel silencio enturbiador y respondí lo primero que me vino a la cabeza. El Periodismo, el Periodismo era mi pasión. Mi profesión era absolutamente vocacional. Sí, realmente tenía una pasión. Casi llegué a sonreír, a sabiendas de que, en parte, lo estaba engañando a él e incluso a mí misma. La euforia contenida en aquella nada meditada pero asertiva respuesta duró poco. “No. Esa es tu profesión, no tu pasión. ¿Qué es lo que realmente te apasiona? Todo el mundo tiene una pasión”, me soltó. Vaya, la tarde se me estaba complicando. Ahora resulta que todo el mundo tenía una pasión y yo no sabía cuál era la mía. No cabía en mí más frustración. Por mi mente pasó parte de mi vida, mis aficiones, mis gustos… Y nada. Ni rastro de aquello que debía volver del revés mi corazón y mis ansias. Aquella tarde acabó con un consejo: “Busca tu pasión y dedícate a ella todo lo que puedas”. Bien. Pues ya tenía trabajo aunque, como en el resto de las cosas de la vida, la mayoría de las veces buscando no se encuentra. Es mejor dejarse sorprender. No había pasado ni un mes cuando, tras una visita demasiado fugaz a Pompeya se iluminó una luz en mi interior, devolviéndome a un yo anterior que había casi olvidado. Siempre me había sentido atraída por la Historia, sobre todo por la romana. Y aquella ciudad que una vez sepultó el Vesubio me decía cosas en cada esquina, a cada palmo del camino, en cada habitación de las casas que visitaba. Me sacaron de allí -porque no salí por mi propia voluntad- mientras no dejaba de mirar atrás, pensando aturdida en la cantidad de historias que habría silenciadas entre aquellas calles, viviendas, mercados, teatros y tabernas que un día -probablemente el 24 de octubre de 79 d.C.- quedaron congeladas durante siglos y siglos. En los puestecillos de souvenirs que había a la salida del yacimiento empecé a buscar libros que pudieran interesarme para saber más. Pero no encontraba nada que encajase con la idea que ya se estaba fraguando en mi cabeza. Cuando llegué a casa conseguí un ejemplar de una serie de libros históricos que empezó a arrojarme luz. Internet se convirtió en mi aliado perfecto para ir descubriendo cada vez más detalles. Comencé a conocer más a fondo la Hispania romana, la Ulterior y la Baética. Quien viajaba a algún lugar interesante para mí no olvidaba traerme un regalo en forma de libro. El salto cuantitativo a los trabajos publicados en revistas de impacto llegó rápidamente. Muy pronto tuve en mis manos tal cantidad de información que empecé a no saber cómo ordenarla ni con qué objetivo. La lectura de los grandes de la literatura me dio la clave. ¿Por qué no escribir yo mi propia historia? La prosa romántica, fiel y certera de Jesús Sánchez Adalid y la pluma sofisticada pero cercana y amable de Santiago Posteguillo entre otros, me inspiraron para acometer mi envite. Sí, quería hacerlo y, además, el camino se presentaba divertido. No se lo conté a nadie pero ya tenía algunos escenarios en la cabeza y personajes que podrían dar vida a la trama. Recuerdo que comencé por escribir escenas sueltas. Me aventuré con el final. Así fueron surgiendo los capítulos, primero desordenados, más tarde conectados. El título llegó mucho después. Aquel proyecto de novela estuvo sin nombre meses. Y, aunque eso me perturbaba, yo seguía escribiendo. En las etapas de bloqueo continuaba con el estudio y la lectura, buscando siempre la tan ansiada información. No había marcha atrás. Había nacido El olivo de los Claudio. Marco, el protagonista, parecía encajar a la perfección con todo aquello que deseaba contar. Las piezas del puzzle se colocaban prácticamente solas. Aquello fluía como jamás pensé que podría hacerlo. ¡Estaba escribiendo un libro! Los más cercanos a mí conocieron mi secreto y algunos incluso leyeron unas líneas. Me animaban a seguir. Lo que leían les gustaba. Era buena señal. Pero no quería dejar a su libre albedrío la parte histórica. Sabía que era una novela pero lo que contase como historia real debía estar bien documentado, sin errores. Eso llevó a más estudio, a más planificación, a más engranaje. Rellenar las lagunas temporales que deja la Historia no es tarea fácil. En una novela histórica, todo lo que se invente debe encajar con lo que realmente sucedió e incluso plantear una hipótesis de realidad. “No sabemos lo que pasó pero… qué bonito sería que hubiera ocurrido de esta manera”, pensaba continuamente, aplicándolo a cada capítulo. Poner voz a los personajes históricos haciendo un acto de contrición para lograr traer esos diálogos aquí y ahora, dos mil años después de que hipotéticamente pudieran haber ocurrido, realmente, fue algo mágico. Tener en mis manos la oportunidad de dar vida a esos personajes, imaginarles su aspecto, su voz, sus ademanes, contar sus mejores hazañas y reseñar sus trapos sucios usando la imaginación es de las cosas más increíbles que he hecho en mi vida. Magia y pasión se daban la mano. ¡Oh! ¡He dicho pasión! Sí, me temo que sí. Sin apenas darme cuenta había descubierto mi pasión. Y resulta que era algo tan cercano a mí como es escribir, eso tan relacionado con mi profesión, aunque tan lejos de aquello a lo que me dedico en el día a día, donde la veracidad de la información que debo transmitir no deja margen ninguno a la imaginación. He escrito un libro. Mi primera novela. Pero, curiosamente, aún no me siento escritora. Me incomoda este atributo porque noto que me viene grande. Así que, en este momento, solo puedo decir que seguiré trabajando para que pronto pueda sentirme toda una novelista. Ya está en marcha la que espero sea mi segunda obra de ficción histórica con la ilusión de que pueda ser tan redonda como la primera y de que llegue al corazón de tantos como están disfrutando hoy de El olivo de los Claudio. |
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