Hay un desván en el olvido donde la oscuridad es más oscura que las alas de los cuervos. Un agujero negro en la memoria donde no alcanza la luz porque alguien cerró la puerta al recuerdo. Una cueva en el corazón donde se confinó el dolor por la ausencia de las mujeres en los libros de historia. Pues muy lejos de allí, en el rincón más desatento y profundo de ese desván que casi nadie conoce, todavía esperan las mujeres de Al Ándalus a que abran la puerta. De niño soñaba con ser escritor. En verdad, todavía lo sueño para sentirme niño. Apenas tenía ocho años y ya mataba las tardes mal juntando letras en el patio de mi abuela, rodeado de macetas y paredes encaladas, de aromas y colores, siempre limpio y fresco, utilizando como plantilla “Las moradas” de Teresa de Jesús, escritas cuando aún era maldita y no santa. Sobra decir que no alcanzaba a entender un átomo de la trascendencia espiritual que contenían sus embriagadas palabras. Me limitaba a copiarlas cambiando algunas con la misma ignorancia de quien sustituye una epigrafía de la Alhambra por un azulejo de su cuarto de baño. Con el tiempo, leyendo a Luce López-Baralt, aprendí que la mística cristiana que persiguió la Inquisición bebía del mismo manantial que el sufismo islámico que persiguieron los ulemas. Todos los fundamentalismos carecen de fundamento. Y todos, sin excepción, confunden el amor propio con el odio ajeno. ¡Cómo no iban a perseguir los que rechazan al otro por distinto a quienes veneramos al amante en cualquiera de sus manifestaciones y formas! Tampoco supe darme cuenta entonces que los protagonistas de mis libros escolares de literatura eran abrumadoramente hombres que escribían en castellano. Aun así, en un gesto de rebeldía inconsciente, tomé como referencia para aquellos poemas infantiles a la primera mujer que aparecía en sus páginas con nombre propio: “La flamenquísima y enduendada santa Teresa de Jesús”, como la describía Federico García Lorca, “flamenca no por atar un toro furioso y darle tres magníficos pases, que lo hizo, ni por presumir de guapa delante del pobre fray Juan de la Miseria, ni por darle una bofetada al nuncio de Su Santidad, sino por ser de las pocas criaturas cuyo duende la traspasa con un dardo, queriendo matarla de puro amor por haberle quitado su último secreto expresivo: el puente que une los cinco sentidos con ese centro en carne viva, en mar vivo, del Amor vivo libertado del Tiempo”. El mismo centro al que siguieron cantando durante siglos otras mujeres como la Serneta o la Niña de los Peines, igual de extasiadas y Flamencas, demostrando que aquellos versos de plata y vino que hilvanaban los corazones del Amante y del Amado pertenecían a las gargantas de todas las mujeres que desafiaron al olvido. Consideradas como analfabetas para los estúpidos ilustrados que confunden conocimiento con erudición, pero cultísimas para el pueblo que custodia el saber y el sentir en las bibliotecas de la sangre y del alma. A menos que me falle la memoria, no recuerdo otro nombre de escritora que le precediera. Pero las hubo. Desterradas de los libros de historia por la misma razón que intentaron extrañarlas de la tierra donde parieron a sus hijas y nacieron de sus madres. Condenadas al ostracismo por ser mujeres, con el agravante añadido de no ser hijas legítimas de la conquista. Malditas por gitanas, por negras, por esclavas, por marranas, por moriscas, por herejes, por distintas. Y extranjerizadas en su propia matria por haber cometido el delito de rezar a un dios equivocado y escribir en una lengua equivocada. A pesar de todos los esfuerzos del poder patriarcal del nacionalcatolicismo por enterrarlas en el desván más oscuro del olvido, se salvaron gracias a la luz de sus poemas. Al igual que ahora, no hubo una mujer en Al Ándalus. La diversidad étnica, religiosa, jurídica, social o cultural nos impide esbozar un modelo único de la condición femenina andalusí. Además de las diferencias lógicas en cada momento histórico durante su vigencia política, existieron tantas mujeres en Al Ándalus como nativas conversas, mozárabes, judías, ricas y pobres, esclavas y libres, esposas y concubinas, santonas y paganas, de las ciudades y de las alquerías, negras, blancas o bronces. Y cada una distinta de las demás con su universo dentro. A diferencia del resto de la Europa medieval, con todos los reparos ciertos que podamos hacer a la sociedad patriarcal y a la carencia de una verdadera emancipación, en Al Ándalus existieron mujeres sabias, maestras de maestros, escritoras, médicas o astrónomas. Aunque se contaron por miles, desgraciadamente, las escasas fuentes clásicas que nos quedan sólo constatan 116, de las cuales 35 eran poetas que nos legaron poco más de cien poemas. Sé que es ridículo para la enorme aportación vital y cultural de las mujeres andalusíes. Pero constituye un oasis luminoso en el océano de sombras de la mujer medieval europea. Y lamentable, incomprensible y vergonzantemente desconocido en España y Andalucía. Quizás las más nombradas sean Rumaykiya, esclava del rey de Sevilla al Mutamid, que tras enamorarse perdidamente de ella en Silves la hizo su esposa legítima con el nombre de Itimad, hasta su muerte en el destierro de Agmat. Blas Infante descubrió sus tumbas y les dedicó una obra de teatro que prohibieron representar en los años 20 por “islamista”, reparándose la herida hace apenas unos años. O la cordobesa Wallada, amante de sus amantes, inaccesible y libre, de la que mi amiga del alma Matilde Cabello escribiera una bellísima novela. Si de Wallada sólo conservamos nueve poemas, pocos más han llegado a nuestros días de Sara al Halabiyya y Hafsa al Rakuniya. Salvo el maravilloso caso de la recitadora de versos analfabeta de Vélez al Ballisiyya, la mayoría de nuestras poetas fueron mujeres hurras o libres que accedieron a las fuentes del saber y de la literatura por su pertenencia a familias nobles de hombres acaudalados, juristas o incluso de la propia corte, como las princesas Tamina, Umn al Kiram, Butayna o la misma Wallada. Por esa razón, no debiera sorprendernos que la temática de sus poemas estuviera más cerca del panegírico político que del canto a Dios o al amado. Dicho esto, siempre me emociona reivindicar que los versos de Hassana contra una injusticia perpetrada por el gobernador de Elvira ejercieron de altavoz del pueblo. Pero sus cotas más elevadas y revolucionarias las encontramos en los poemas sobre los celos hacia otras mujeres libres o esclavas; a las borracheras de amor y vino con sus amantes, fueran hombres o mujeres; a sus cartas de reproches y odios; a las sátiras contra los desprecios recibidos y a las fajr o autoalabanzas por los desprecios propios; a los versos en los que describen al detalle actos sexuales en plena madrugada… Nada de esto se estudia en nuestros libros de texto donde casi nada se estudia de Al Ándalus. El doble silencio sobre unas mujeres que hicieron historia nos exige redoblar nuestras voces para que vuelvan a ser admiradas. Algún día se estudiará en Andalucía con naturalidad y como nuestros El collar de la paloma de a Ibn Hazm o Fuente de Vida de Ben Gabirol. Y ese día con el que sueño, espero que ocurra lo mismo con los poemas de Wallada o con los de su discípula Muhya Bint at-Tayyaní, hija de un vendedor de fruta, que entre la admiración y el odio escribió estos versos sobre su maestra, ejemplo de una luz y de una libertad sin parangón en la Europa medieval: Wallada ha dado a luz y no tiene marido, se ha desvelado el secreto, ha imitado a María mas la palmera que la virgen sacudiera para Wallada es un pene erecto. Artículo publicado orginalmente en lapoderio.com Antonio Manuel es autor, entre otras obras, de Andalucía. Teoría y Fundamento Político. Blas Infante, La huella morisca, Flamenco. Arqueología de lo jondo o en breve La luz que fuimos. |
Intelectual andaluz y profesor comprometido |
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