Narración y menteLas palabras y el lenguaje son poderosos y conforman la mente. Son un arma de munición simbólica de sorprendente precisión.Nuestro entendimiento se asienta sobre las palabras. Pensamos y razonamos hilando un discurso mental. Chomsky demostró que la capacidad del lenguaje está implícitamente grabada en nuestros genes. Nacemos con la capacidad innata del lenguaje. Por eso, las palabras son mucho más que un sonido con significado; no se limitan a nombrar el mundo que nos rodea, sino que, de alguna forma, también lo crean para nosotros. Nombrar, es conocer, y conocer, crear para nuestra mente. Por si lo dicho no fuera lo suficientemente impactante, en los últimos años la neurociencia ha venido a resaltar aún más el papel de la narración en nuestras vidas. A mediados de los años noventa, se demostró la existencia de un tipo especial de neuronas denominadas espejo. Estas neuronas generan una representación, una simulación de la realidad que percibimos a través de los sentidos en nuestra mente. Así, al observar una acción o una emoción realizada o vivida por uno de nuestros congéneres, en nuestro cerebro, se activan las mismas zonas responsables de ese movimiento o experiencia. Vivimos lo que otros hacen o sienten. El papel de estas células tan especiales parece ser determinante en ámbitos tan importantes como nuestra capacidad de sentir empatía, aprender o socializar. La activación de las neuronas espejo a partir de un estímulo visual externo es sorprendente, pero aún lo es más que diversos estudios corroboran que también entran en juego cuando leemos. El lenguaje, y con él, el relato, no solo nos permite entender racionalmente lo que ocurre a nuestro alrededor, sino que también nos permite «vivir» aquello que escuchamos o leemos. Por todo ello, somos, en gran medida, lenguaje. Su fuerza trasciende el hecho de la comunicación para convertirse en el nexo esencial de una humanidad que no existiría fuera de ese lenguaje que la conforma. Si comprendemos y sentimos a través del lenguaje, podemos decir que percibimos la realidad a través del relato que de ella nos construimos. Roland Barthes, padre de la narratología escribió que, bajo infinitas formas, el relato está presente en todas las épocas, en todos los lugares, en todas las sociedades; no hay, no ha habido un pueblo sin relato. El relato —continuaba— está ahí, como la vida. Tenía razón. Como la vida. Como la vida de las personas, de los países y de las empresas. Es posible que el lector piense que lo dicho hasta aquí deja fuera ámbitos como el científico o el lenguaje matemático, pero no es así. Incluso la más fría de las disciplinas necesita del relato. Una teoría sólo es útil, repetía Einstein, si puede ser explicada a un niño mediante palabras. Es el relato lo que otorga coherencia e inteligibilidad a nuestra existencia. En definitiva, estamos rodeados por una telaraña de lenguaje. Una telaraña que tiene su punto de anclaje en la propia evolución. Durante miles de años, los pueblos transmitieron de forma oral lo que les había sucedido, lo que habían visto, lo que debían saber las siguientes generaciones. Oralmente, antaño, y de forma escrita, hogaño, la humanidad precisó narrar para comprender la vida. La fuerza de quien narra es tal que ha llevado a autores como Paul Auster a decir que las historias no suceden más que a aquellos que son capaces de contarlas. El relato de lo que somos es clave porque, aunque sea una parte resumida y sintetizada según el punto de vista de quien lo construye, será la realidad que los demás recuerden y en cuyo hilo narrativo tratarán de engarzar los datos de que dispongan (o supongan). Incluso para quien le da forma, lo narrado será la verdad que percibirá y en la que vivirá. Y esto es así porque nuestra mente no le exige al relato que sea cierto, lo único que le pide para ser aceptado es que parezca verosímil y coherente con las creencias previas. El relato, el mito en su caso, la creencia, configura el espacio social y colectivo en el que habitamos. Las ideas se tienen, en las creencias se vive, afirmaba Ortega y Gasset. El relato, las creencias y los valores se retroalimentan para cohesionar grupos y naciones, desde la razón y desde la emoción. Sentado lo anterior, podemos decir que la palabra no sólo describe la vida, sino que, de alguna forma, también la otorga. Cuando narro una historia, moldeo una realidad mental que puedo compartir con otros. Por eso, si narro mi existencia, también la construyo, la acoto, hasta conseguir hacer entendible lo que simplemente era una sucesión de actos y vivencias. El relato extiende su fuerza creadora a todos los que alcanza. Narración y empresaA pesar de su fuerza, es significativo que, hasta hace muy poco, el arte de contar historias haya penetrado superficialmente en el mundo de la empresa. Solo en el ámbito comercial, el que está más pegado al producto, ha visto el desarrollo de una (tímida) narrativa. Así, intentar vender un coche evocando la idea de libertad es algo que forma parte de la labor actual de los departamentos y las agencias de publicidad. Sin embargo, en otros muchos niveles, la mayoría de las organizaciones continúan sin construir un relato de sí mismas. Ahora que los valores representados empiezan a ser una variable de peso en la toma de decisiones de muchas personas e instituciones, continuar en esa línea es, cuando menos, temerario.José Antonio Llorente, presidente de Llyc, una de las mayores empresas de comunicación de Europa escribió en El octavo sentido (EDAF 2015) que «El ciudadano del siglo XXI no reclama mensajes, sino relatos que trasmitan valores, sentimientos, porque el mundo de lo emocional, lo intuitivo, e incluso, de lo irracional, que antes era rechazado, ahora puede y debe ser gestionado». Por ello, el relato corporativo debe construirse. Porque, si no lo hacemos nosotros, otros lo harán. Y, claro, es mejor habitar en el propio relato que aparecer como forastero en el ajeno. No crea el lector que nos referimos aquí a una teoría de la conspiración, no. Simplemente, como hemos dicho antes, lo que ocurre es que estamos hechos para entender el mundo a través de historias y, si no nos las cuentan, las inventamos. Para empezar la casa por sus cimientos, el relato de cualquier organización debe transmitir con fuerza y claridad su propósito. «Las empresas con propósito perduran» nos comentaban hace poco. Es verdad. Pero no solo porque el propósito marque el rumbo de puertas adentro, sino porque, en una sociedad que quiere recompensar a quienes se preocupan por el impacto de sus acciones, comunicarlo es esencial. Un relato de ese propósito alineado con la estrategia y valores de la organización será percibido y valorado por terceros y otorgará coherencia y motivación a los de dentro. La empresa precisa de un relato verosímil, coherente con su esencia y sus actos. La narrativa empresarial tiene que explicar y justificar, sobre todo, el para qué. Porque, en la mayoría de las ocasiones, valoramos más los para qué que los cómo. Además, debe tener en cuenta lo que los oyentes esperan —o desean— escuchar. Al componerla, nuestra historia debe resultar simple y entendible. Además, no puede ser un bloque de acero inamovible, sino que tiene que permitir dar acomodo a los acontecimientos que la refuerzan. Porque, en último término, también afectará a nuestra capacidad de negociación, ya que, quienes se sientan enfrente, nos percibirán a través del relato que de nosotros haya calado. Por eso, la narrativa debe permear todos los niveles de comunicación. Trasladar en nuestra memoria, intervenciones públicas o comunicados un conjunto de datos, gráficos e ideas (a veces, inconexas) sin la trabazón de un relato bien construido es dejar al albor de la suerte nuestra imagen. Es consentir que nuestro esfuerzo por hacer las cosas bien quede, en el mejor de los casos, desdibujado. Es permitir que nuestra esencia desaparezca en un conjunto de impresiones deslavazadas. Lo que somos y lo que queremos ser han de ser parte de la historia que debemos construir para que no sea el azar quien lo haga. |
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