Las sociedades humanas se sostienen, en gran medida, gracias al ejercicio del lenguaje, probablemente la capacidad más poderosa de la mente humana. La facilidad con la que la usamos nos hace olvidarnos de su extraordinaria complejidad y poder. La capacidad de lenguaje de nuestra mente se concreta en una lengua y la lengua en palabras. Pues en estas poderosas palabras queremos centrarnos en estas líneas, que aspiran a compartir su formidable capacidad de transformación y creación. Nada somos sin las palabras que nos conforman. La etimología de palabra nos remite al latín parabola, que significa comparar, que a su vez proviene, casi por traducción fonética directa del griego. Una palabra pronunciada o escrita significa algo, hay una traslación inmediata de la palabra a su significado; una comparación, una correlación, entre la realidad y su símbolo lingüístico. La RAE define a la palabra como una unidad lingüística, dotada generalmente de significado, que se separa de las demás mediante pausas potenciales en la pronunciación y blancos en la escritura. Las palabras son un arma de munición simbólica de sorprendente poder. Pueden crear y destruir, enamorar o repeler, ensalzar o denigrar. Y es que, cuando son utilizadas con sabiduría, poseen una extraña fuerza inmanente que las dota de un enorme poder transformador —creador o destructor— según el uso que hagamos de ellas. La mente sólo puede explicar lo que sucede a través de las palabras. Precisamos de la palabra para describir lo que hacemos o lo que sentimos. Su fuerza trasciende el hecho de la comunicación para convertirse en alma esencial de una humanidad que no existiría fuera de ese lenguaje que la conforma. Nuestra mente pertenece al universo de las palabras, que son los ladrillos que configuran la estructura del pensamiento. Pensamos y razonamos hilando un discurso mental. Chomsky demostró que la capacidad del lenguaje está implícitamente grabada en nuestros genes. Nacemos con la capacidad innata del lenguaje. Por eso, las palabras son mucho más que un sonido con significado; no se limitan a nombrar el mundo que nos rodea, sino que, de alguna forma, también lo crean para nosotros. Nombrar, es conocer y conocer es descubrir. Las cosas no existen hasta que no tienen nombre, afirmaban los clásicos. Nombrar, bautizar por vez primera una especie, una montaña, un planeta, es la experiencia más excitante y creativa para un alma inquieta. En Cien años de soledad, el Coronel Aureliano Buendía, frente al pelotón de fusilamiento, recordaba su infancia en Macondo. «El mundo era tan reciente, que muchas cosas carecían de nombre y para mencionarlas había que señalarlas con dedo». Al nominar algo, en alguna medida, ya la poseemos, la hacemos nuestra. Y, por supuesto, la creamos para nuestra lengua. Si no la hubiéramos nominado, su propia existencia estaría para nosotros en el limbo confuso de lo innombrado, en el piélago embarrado de lo indefinido e indiferenciado. Hoy en día, como ya ocurriera en los albores de la humanidad, descubrimos nuevos mundos digitales en los que todo está por nombrar. Inventamos palabras y bautizamos conceptos impensables apenas unos años antes: internet, wifi, portátil, inteligencia artificial, redes sociales, por citar tan sólo algunas de las nuevas creaciones lingüísticas. Pertenecemos a una generación pionera que crea nombres que legaremos a la posteridad. Nuestro mundo se hace más complejo y, a lomos de esas palabras y tecnologías, muchas serán las nuevas instituciones que crearemos y otras tantas que modificaremos. La palabra nombra y crea. Pero, además evoca. Por una asombrosa flexibilidad semántica, la misma palabra puede significar cosas bien distintas en función del contexto, la intención, el tono, la figura que con ellas construimos. Por la metáfora, para definir una cosa, nombramos otra. Y todos los entendemos. La fabulosa plasticidad de la palabra consigue influir no sólo en nuestro conocimiento y en nuestra capacidad de comunicación, sino también en nuestras emociones y estado de ánimo. Unas ofenden, otras halagan; esta consuela, aquella nos deprime. La palabra tiene un enorme potencial evocador, una fuerza inmanente que debemos aprender a manejar con sabiduría. El don de la palabra, el del pronunciar la palabra adecuada en el momento adecuado, fue considerado un tesoro por los sabios de la antigüedad y continúa siéndolo en esta sociedad tecnológica y posmoderna. Nacerán nuevas palabras que nombrarán nuevos mundos, pero las emociones humanas continuarán conjugándose con los mismos verbos y adverbios, con los mismos substantivos y adjetivos. Las palabras convencen a la razón y conmueven al corazón. Cambia todo, permanece el corazón humano. Los negociadores, conocedores del potencial sentimental de las palabras, sabrán utilizarlas para conquistar y convencer a razones y emociones. La palabra es la base del pensamiento lógico. De hecho, para muchos científicos y pensadores, nuestros razonamientos descansan sobre estructuras lingüísticas. Es por ello por lo que podemos decir que el lenguaje nos permite ser conscientes de nuestra propia existencia. Así lo propuso Descartes: «Pienso, luego existo». Tanta fuerza tiene la palabra, que la línea de pensamiento conocida como nominalista considera que no existe otra realidad que lo particular nombrado, confrontándose con los universales. John Stuart Mill afirmaba que «no existe nada general, excepto nombres». Algunos piensan que la palabra influye sobre lo nombrado y desde luego en su percepción, mientras que otros piensan que la palabra es una simple convención cultural, que no influye en nada sobre lo nombrado. Estaríamos ante un debate clásico, con defensores de una y otra postura, en el que se discute si la palabra mantiene una relación natural y orgánica con lo nombrado o si simplemente se trata de una convención formal, de un signo creado por la ley o por uso y costumbre. Las primeras concepciones filosóficas de la palabra fueron naturalistas —relación natural entre la palabra y lo nombrado— y fue mantenida por Pitágoras y los estoicos y por el mismo Platón en el Crátilo. Por oposición, Demócrito, Aristóteles y los epicúreos mantuvieron que la palabra era simple fruto de una convención humana. El debate clásico, aún perdura en nuestros días. Cada palabra tiene, como los organismos vivos, su propia evolución, su adaptación al paso de los tiempos, a cada sociedad y a sus circunstancias. La Etimología es la arqueología esencial de la palabra. La visión platónica de la palabra considera su etimología como parte fundacional de su esencia. Aristóteles, más preocupado por el uso funcional del lenguaje, lo considera como un signo, un símbolo componente del logos, la palabra en el discurso y razonamiento. Para Aristóteles lo importante es la lógica, el razonamiento, la estructura lógica. La palabra y la dialéctica platónica tiene una fuerte esencia ontológica. Son y evocan por sí misma su esencia. La versión aristotélica atiende mucho más a la forma, a la lógica de los significantes más que una sucesión de significados. Siglos después, John Locke trataría de superar el debate exclusivo entre la forma lógica y la esencia ontológica al contemplar la lingüística, también, como un fenómeno psicológico. Como vemos, la palabra se encuentra en el corazón del pensamiento filosófico desde la antigüedad y, hoy, sigue gozando de ese lugar preeminente y protagonista. Ni en Descartes ni en Kant el lenguaje tuvo interés específico alguno, para reactivarse desde mediados del siglo XX. Los lenguajes de programas informáticos, algoritmos y buscadores no han hecho sino realzar su vigor e importancia. El lenguaje no es una creación de la mente humana, es algo consustancial a ella. Mente humana y capacidad de lenguaje nacieron al unísono, no pueden entenderse una sin la otra. Más allá de las teorías de Chomsky —la humanidad posee una capacidad innata para desarrollar el lenguaje, así como unas innatas categorías universales de la gramática—, la mente —que no es igual al cerebro— y la palabra se precisan y se conforman conjuntamente. Razonamos con palabras, en gran medida pensamos con ellas. Es cierto que pueden existir intuiciones, destellos repentinos y brillantes, temores, anticipaciones. Pero el pensamiento es un constructo basado en palabras. Sin palabras no sólo no seríamos capaces de comunicar, no seríamos capaces ni siquiera, de pensar, o, al menos, de pensar como pensamos. La palabra es el ladrillo que precisamos para la construcción del pensamiento. Palabra y mente forma una realidad indisociable, por lo que, necesariamente, la palabra condiciona y es condicionada por la psicología de cada persona. Somos como hablamos, hablamos como somos. La palabra nombra y crea. Gracias a ella pensamos y razonamos. Pero, sobre todo, la palabra nos socializa, es el hilo que nos une como sociedad. Nos comunicamos por palabras. El lenguaje, a través de la lengua que hablamos, nos hace compartir conocimientos, información, emociones, pasiones. La palabra es una unidad lingüística formada con unas pocas letras que, como sabemos, alberga un enorme poder. Pero para que ese poder sea efectivo, debemos incardinarla en una lengua común que se comparta con otras personas. El lenguaje y la lengua en la que se concreta es una realidad colectiva, un patrimonio común de sus hablantes. La capacidad de lenguaje es inmanente en la mente humana y se concreta a través de una lengua, que es una creación colectiva; un sistema social de signos, significados, tradiciones y contextos que nos une. El lenguaje no pertenece a la persona, lo es de la Humanidad. Esa capacidad innata de lenguaje se concreta en una lengua compartida. La lengua es una realidad colectiva, que comparten y usan sus hablantes. Habita dentro y fuera de ellos, los envuelve, los conforma. Un pueblo, una cultura, habla como es, es como habla. La palabra nombra, define, crea y conoce. Gracias a ella, razonamos, pensamos y comunicamos. Con ella transmitimos, acumulamos y custodiamos conocimientos. Ya Newton afirmó «Si he logrado ver más lejos, es porque he subido en hombros de gigantes». Y esos gigantes razonaron con palabras, bautizaron lo que descubrieron con palabras. Transmitieron ese conocimiento en palabras y en palabras se acumuló en libros y documentos; también en la tradición oral. Newton bien hubiera podido afirmar, que había visto más lejos porque se subió a una escalera construida por las palabras de los gigantes que le antecedieron. El conocimiento, pues, depende también de la palabra, pues es el medio que hace posible la formulación de preguntas y respuestas. Las palabras no tienen dueño. Salen del que habla y son recibidas por el que la escucha y no siempre significa lo mismo para ambos. El orador debe comprender que lo importante no es lo que él diga, sino lo que los otros entienden de sus palabras. Mark Twain decía que la diferencia entre la palabra y la palabra exacta es la misma que hay entre la luciérnaga y la luz del día. El orador debe, por tanto, cuidar tanto de usar la palabra exacta como de que su audiencia comprenda exactamente lo que él quería decir al nombrarla. El orador ha de redoblar ese esfuerzo clarificador y medir lo que dice, pues una vez que la palabra queda dicha, sus efectos —para bien o para mal— son inmediatos. A diferencia del texto escrito, donde se puede borrar y el lector nunca sabrá que palabra o expresión fue eliminada, en el lenguaje verbal, la palabra dicha queda y para matizarla o corregirla hay que seguir hablando, aunque sea para decir, me equivoqué o corrijo. Palabras sobre palabras. Y tal es la fuerza transformadora de la palabra que siempre la realidad existente tras la palabra es ya diferente de la realidad previa. Por eso, sólo debe nacer la palabra adecuada. Si sale la inadecuada, se tendrá que dedicar tiempo, energía y muchas palabras para enmendar el destrozo causado. Trabajemos la palabra, enriquezcamos vocabulario, esforcémonos en su mejor uso. ¿Y cómo? Pues con la lectura de buenos libros, escuchando a los maestros y procurando que cada una de nuestras intervenciones sean un poco más sabias, oportunas y hermosas. |
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