Con Las Bellas y sus Bestias (2021) concluyo la trilogía de «La Mujer Sublime», que inicié en 2018 con Diosas, santas y malditas y proseguí con Mitos de la transgresión femenina (2020), encauzando arquetipos, mitos y figuras en que se visualiza ese abstracto Eterno Femenino que reclamaba Goethe. He perseguido las huellas de lo que vengo en llamar Mujeres Sublimes, desde las primeras manifestaciones votivas de la gran Diosa Madre hasta sus brillos estelares en alguna serie televisiva de éxito, pues no hay barreras temporales ni estéticas para el arcano del poderío femenino. La libertad y elasticidad del ensayo han acudido en ayuda a mi personal homenaje a la mujer, que en otro tipo de género habría asomado como libro de poemas, pretensión de cancionero a medio camino entre Petrarca y Baudelaire. Como libro final, Las Bellas y sus Bestias condensa y abunda en las luces y sombras que fueron testigos de sus pasos en los anteriores. Un elemento inspirador de la primera parte es el enigma que plantea la célebre leyenda de San Jorge en ese centón de vidas de santos y otras milagrerías que es la Leyenda dorada de Jacobo de la Vorágine, un best seller del siglo XIII, el del fin de las cruzadas. Lo que me llamó la atención no fue tanto que un guerrero de buenas intenciones se apiadara del infortunio de una princesa y alanceara a un dragón dejándolo mortalmente herido, sino que ésta lo llevara hasta su reino con el simple recurso de atar su cuello con el ceñidor de su vestido y tirar de él, de modo que la bestia se sometió y la siguió como «el más manso de los perritos», cuando con un simple coletazo, aun estando malherida, habría acabado de sobra con sus captores. ¿Qué significa ese ceñidor, ese cinturón acaso de seda, que es capaz de volver tan vulnerable a un monstruo? El hecho es que esa conexión misteriosa viaja en otros mitos más recientes, como el de King Kong. Su garra habría podido triturar a Ann Darrow con sólo cerrarla, pero es ella la que involuntariamente le conduce a su final, aunque al mismo tiempo extraiga de él el latido del amor y el sacrificio. Este curioso binomio de monstruosidad y gentileza, de dragones que a la par son caballeros, comprometidos por algo casi intangible que proviene de una mujer, ha sido objeto de mi estudio en otras historias populares, como la del Fantasma de la Ópera con la soprano Christine Daeé, la del Drácula «versión Coppola» con Mina, o la de Hannibal Lecter con Clarice Starling. Si nos fijamos, todos ellos son amenazas, puros peligros, muertos sociales –aunque uno sea un no-muerto–, habitantes de cuevas, celdas, sótanos, el INFIERNO, el ABAJO. Pero basta con que aparezcan Christine o Mina o Clarice para que se revele la grieta de su vulnerabilidad y se les sometan. Tal vez ayude a despejar la incógnita otro elemento de la leyenda: el término princesa. Femenino de príncipe, significa por étimo la primera, la principal, la única. Cuando la oscuridad del monstruo alcanza la luz, su única luz, aquélla es neutralizada. Es algo especialmente visible en el caso de Hannibal el Caníbal. Apenas visita por primera vez la aspirante a agente del FBI Clarice Starling al doctor Lecter, lo atrapa de por vida. El autor de las novelas, Thomas Harris, no da puntadas sin hilo. ¿Por qué hace de Hannibal a la vez un caballero refinado que lee a Dante? ¿Por qué el nombre de Clarice remite a claridad, y hasta en la forma recuerda el de Beatrice de la Divina comedia? Porque simbólicamente representa otra elevatriz. Beatriz es la luz beatífica que guía al peregrino desde el Infierno al Paraíso, y Clarice, la claridad que llega al infierno físico e interior de Lecter, y como en el caso de Kong, extrae su veta sacrificial y lo alza de su primario instinto. Señala una de las características de la Mujer Sublime, como exploré en el primer libro, en tanto sublime deriva de sublevo (sub y levo), «levantar de abajo». Bien se entiende que el apólogo en que se quintaesencia el antiguo enigma es un relato dieciochesco de Mme de Villeneuve, acotado y mejor difundido gracias a Mme Leprince de Beaumont, que lleva por título La Bella y la Bestia, y que me ha servido para el lema del volumen, porque las bellas y sus bestias –como se va viendo– son los vasos comunicantes. He indagado en este famosísimo cuento en la segunda parte del libro, incluidos los orígenes y también sus gratas consecuencias como la obra maestra cinematográfica de Jean Cocteau, que representa más que una adaptación, un feliz añadido. Me interesa destacar que el mensaje del relato no se me antoja tanto el socorrido «las apariencias engañan» como el hecho de que la Bella haya de afrontar el encuentro con la Bestia y concederle su amor «por propia voluntad». Aquellas salonistas, obligadas a casarse con el interés, es decir, con tipos que por rango o dinero representaban el mejor partido y muchas veces el peor destino, hicieron destacar muy mucho esa premisa en la ficción. Naturalmente, he contextualizado La Bella y la Bestia en un extenso estudio sobre los cuentos de hadas, y en general sobre esos seres, el origen de su creencia y su diminuto universo, porque también lo Eterno Femenino gusta manifestarse míticamente en su amable animismo. Por supuesto, vuelan y sobrevuelan aún nuestra racionalidad, porque de algún modo lo femenino siempre despega del estatismo, las convicciones cerradas y otras zonas de confort. Seas hombre o mujer, suele suceder así. Es energía que moviliza, que renueva, obra sin fatiga, como reflexionaba Lao Tse. O como el viejo Goethe concluía, regresando al idealismo de la juventud de Werther en las últimas palabras de su canto del cisne, el Fausto II: «El Eterno Femenino / nos conduce hacia arriba* (Das Ewig-Weibliche / zieht uns hinan)». * Empleo el traslado de Luis Alberto de Cuenca en su prólogo a Diosas, santas y malditas. Arquetipos del Eterno Femenino en la cultura, Córdoba, Berenice (Almuzara), 2018. |
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