Esta novela narra un episodio de la vida de Posidonio de Apamea, el hombre que quería saberlo todo, coincidiendo con su visita al templo de Melkart, en Gadir. La trama se enmarca en un contexto histórico del que se sabe poco: el declive del Gadir cananeo y el nacimiento del Gades romano. Combinando los datos de las fuentes y el uso de la imaginación, he concebido un relato sobre el protagonista, en paralelo a la narración de una contienda ideológica y social que imagino muy probable. En ese momento, año 70 a.C., no me parece descabellado conjeturar que Gadir fuera escenario del enfrentamiento de dos facciones: la del pueblo llano, instigado por los sacerdotes, buscando el apego a sus costumbres añejas, y, por otro lado, la facción de los grandes comerciantes y cambistas de la época, deseosos de obtener la ciudadanía romana y, con ello, dispuestos a aceptar una severa mutación del orden antiguo. Es el viejo combate, tantas veces repetido, de lo nuevo contra lo viejo, la digestión de la Historia. Busco provocar en el lector lo que los teóricos del cine y del teatro llaman una momentánea suspensión de la incredulidad: la voluntad o complicidad de un sujeto para dejar de lado (suspender) su sentido crítico, pasando por alto hechos fácticos y su percepción cognoscible de la realidad, para que la ficción creada le permita adentrarse y disfrutar de la aventura y del mundo imaginado en la obra. Gadir, ante todo, es ficción, literatura de ficción. Mi pretensión en modo alguno es sentar una verdad histórica, ni abarcar científicamente la dimensión filosófica del personaje, sino provocar un goce estético. Esa perspectiva no es fruto de un impulso casual, sino producto consciente de mi concepto de la Literatura y la Historia. Primero, porque creo que la verdad histórica se busca en la soledad de los archivos, bajo el sol o la lluvia en las excavaciones, en los claustros universitarios, por personas que dedican su vida a conversar con las lenguas muertas, la paleografía, la diplomática, etc., y que después de arduos esfuerzos logran iluminar una parcela, generalmente muy pequeña, de su campo de conocimiento. Pero, segundo, y sobre todo, parto de la convicción de que el empeño por lograr la verdad histórica es valioso y necesario, sin duda, pero esencialmente inalcanzable: podemos aproximarnos a ella, atisbarla, plantearla, pero nunca sabremos con exactitud qué paso hace mil, dos mil o tres mil años. Comparto la tesis plasmada por Karl Jaspers, en su prólogo a Origen y Meta de la Historia: «La Historia de los hombres se ha desvanecido en su mayor parte del recuerdo. Sólo se nos hace accesible, en mínima porción, mediante laboriosas investigaciones». Cuando escribo, no pretendo la verdad, sino la verosimilitud, la belleza y la fuerza de lo simbólico. Para mí, escribir una novela histórica se asemeja a pintar un cuadro, algunas de cuyas partes ya están dibujadas, muy borrosamente. Vienen dadas de antemano, por las buenas fuentes, y por eso deben figurar. Pero los huecos, las lagunas que dejan esas fuentes, los relleno con imaginación, buscando la coherencia de fondo y de forma con el contexto temporal y espacial. Lo que sí procuro es beber de fuentes acreditadas y claras. Limpias de contaminación y de prejuicios, de historia-ficción y anacronismos, de juicios morales sobre los hechos pasados. Juzgar moralmente, desde el presente, los flujos y comportamientos de la propia Historia es como pretender enjuiciar éticamente al león que se come la gacela: inútil y engañoso. Juan Luis Pulido es autor, entre otras, de Gadir, Lloran las piedras por Al Ándalus y Guzmán el Bueno. El señor de la frontera. |
Catedrático de Derecho mercantil y escritor. |
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