Olvidar no olvidar, recordar recordar, sigue contando los días...
Como reza el célebre dicho de «en la guerra, jamás hay vencedores, sólo vencidos»
05/09/2022

Escribir reseñas es desnudar los porqués de las obras sin dejar en cueros a las obras, respetando el modélico umbral que permite hacer lucir el misterio que éstas encierran en sus hojas. A menudo, es tarea sencilla descifrar qué carnes exhibir y qué carnes es mejor no revelar al ilusionado lector. Esta reseña no será igual a las encontradas al navegar por internet. No. Su acento será algo más especial.

La Editorial Berenice, digno sello de la gran casa Almuzara, publica Yo sigo contando los días, del profesor de la Universidad de Sofía, Georgi Bardarov. Una obra maestra, sin duda, pero visceral, cruda y dura cuando menos que relata la historia de dos jóvenes enamorados, Davor y Aida, que habrán de cruzar el puente Vrbanja, que atraviesa el río Miljacka. Excelentemente bien escrita, además, el autor maneja una plena consciencia y conciencia de la gravedad y seriedad de las palabras plasmadas. Dígase «consciencia» porque Bardarov es sabedor de la realidad circundante de lo sucedido en cada segmento del libro, es consciente de lo trágico y, al mismo tiempo, lo hermoso que entraña tal situación para los protagonistas de la obra; y «conciencia» porque durante la obra —y así lo reflejan las entrevistas, por ejemplo—, posee juicio acerca del bien y el mal de la realidad vivida en Sarajevo en 1993. En tal período la vida humana carecía de valor: «¿La vida humana? Cuando la muerte se convierte en algo cotidiano te vas acostumbrando, pierdes la sensibilidad; no piensas en nada que no sea sobrevivir hasta el atardecer, tomar doscientos gramos de aguardiente de ciruelas de un golpe para diluir lo real y lo imaginario. Y saciarte. […] Con las mismas manos que has matado durante todo el día te sientas y comes» (p. 79).

Como se recoge de la cita anterior, en lo escrito abunda, amén de la crudeza, el estrangulamiento moral que envenena en cada momento y el sentir descorazonador que al lector le contagia lo narrado, una profundidad filosófica que, prima facie, es insoslayable. La filosofía, que medita los acontecimientos más oscuros de la Humanidad, se revela ante la guerra. Yo sigo contando los días es, a todas luces, un manifiesto literario contra lo bélico, un esfuerzo encomiable de pensar la guerra y sus consecuencias devastadoras, trágicas, inhumanas —o, tal vez, demasiado humanas, tanto que uno cree que el humano es incapaz de llevar a cabo dichas atrocidades—, tergiversadoras y de una salvaje oscuridad desconocida: «La guerra es opio. Cuando matas al primero es terrible, cuando matas al décimo es extraño, cuando matas a cien personas solo quieres más y más. Así es la naturaleza humana: sanguinaria» (p. 92). En una guerra etno-religiosa de tal calibre, y en definitiva de cualquier calibre, «matar en nombre de Dios es matar al propio Dios» (p. 58). Cualesquiera que sean las razones, ni perdedores ni vencidos, ni ganadores ni victoriosos, pues «los ganadores de una guerra siempre son dudosos, pero los perdedores se conocen. Miles de peones sacrificados en aras de los intereses de una minoría de dudosos» (p. 66). Como reza el célebre dicho de «en la guerra, jamás hay vencedores, sólo vencidos».

Hoy día, la lectura de esta obra es de una pertinencia notoria y urgente si se atiende al actual conflicto armado ruso-ucraniano. A diario se observa, entremezclado con dosis de primicia y entretenimiento, la impasibilidad, la pasividad, la parsimonia y un largo y quejumbroso etcétera. Se narra en la obra que, «a diario fallecía gente y, sin embargo, no intervenían. El mundo no intervenía. Éste no era su conflicto, desde luego, independientemente de si era entre Israel y Palestina, entre Ruanda y Burundi, si tenía lugar en Ucrania o en Rusia, éste no era su conflicto. A la gente le gusta guardar distancia y observar con pasiva indignación» (p. 236). Observar, sólo observar. Nada más. El mundo se limita a observar. Y la razón no es otra que quien sólo observa, al término de todo, olvida. Al fin y al cabo, se dice en esta inolvidable novela, «todo se olvida en esta vida, y quizá es lo mejor que tiene. Tanto lo bueno como lo malo, todo se olvida» (p. 159). Pero, ¿en realidad, «todo se olvida»? ¿Es verdad que el olvido sana? ¿Tan volátil es la memoria humana como para, sin más, olvidar? Hay personas que no olvidan no olvidar, que recuerdan recordar, que siguen contando los días...

Alejandro G.J. Peña
Universidad de Sevilla. Subdirector de «Claridades. Revista de Filosofía»

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