Llegó el 31 de octubre, víspera del Día de Todos los Santos, y como viene ocurriendo los últimos años, lo hace de la mano de ese refrito de tradiciones celtas —o cristianas, vaya usted a saber; los expertos no se ponen de acuerdo— que es Halloween: la loca fiesta importada de EE. UU., fruto a partes iguales de la globalización y el capitalismo. Porque, reconozcámoslo, esta versión moderna, otoñal y siniestra de los Carnavales es una locura absoluta. Pero como en España nos sobra la guasa, y, al final, una fiesta es una fiesta, no nos costó demasiado acoger la broma; perdón, el truco... Así que a las tan nuestras castañas asadas, buñuelos de viento y huesos de santo se les han unido ya, de manera indivisible, las chocolatinas con forma de calabaza y los esqueletos de gominola. No quedando ahí la cosa: por un día, los colegios se convierten en tenebrosos castillos habitados por draculillas y pequeñas novias cadáver. Y llegada la noche, los más mayorcitos nos plantamos —parafraseando a Mecano— en la fiestuqui de techos cubiertos de telarañas y murciélagos de plástico de turno, esperanzados en caer bajo el hechizo de alguna bruja sexy o de que un vampiro buenorro nos muerda el cuello. Pero tampoco hay que exagerar, no hace falta agujerear la sabana y echarse a la calle con ella sobre la cabeza para participar de «La noche más terrorífica del año». Se puede pasar pipa de manera menos agitada, como por ejemplo leyendo historias de terror en las páginas de un libro —de papel, por favor; no descafeinemos la experiencia—; dando forma a las pesadillas soñadas por otros en nuestra propia imaginación. Solo por eso, merece la pena que Halloween haya aparecido en nuestras vidas para quedarse. ¿No es la excusa perfecta para leer literatura de terror? ¡Ojo! —ya puestos, sanguinolento y con nervio óptico colgandero—, para leer y también para regalarla, principalmente, a niños y adolescentes. Iniciando a las nuevas generaciones en este tipo de lectura: plantando la «semilla de la calabaza». Por si hubiese algún prejuicio o menosprecio por ahí suelto, quisiera recordar que la ciencia cognitiva avala las bondades de literatura de terror en edades tempranas, debido a que esta influye positivamente en el desarrollo de la personalidad. Y lo hace porque es «maestra», ya que logra que se aprenda a evitar los peligros que en ella se plasman: al generar una emoción que todos conocemos, el miedo, pero desde el simulacro. O a luchar contra esos peligros, al poner a los lectores en la piel de los que los sufren y padecen en la ficción. Resumiendo, que leer historias de miedo hace de los críos unos campeones. Sin embargo, hay que ir con tiento a la hora de regalarla. Al igual que resulta impensable ofrecer, por ejemplo, una copa de Cezar de Gaucín a menores —por muy rico que esté el malagueño caldo—, también lo es hacerlo con novelas epistolares del s. XIX como Drácula o Frankenstein, o con cuentos góticos como los que escribieron Poe, Bécquer o Espronceda. No solo porque no se llegarían a apreciar plenamente estas joyas de la literatura universal —que ya sería más que suficiente—, también porque, ante el regusto inapropiado de la experiencia, podrían perderse futuros lectores de terror para siempre. ¿Cómo proceder entonces? Muy fácil, ofreciendo literatura infantil y juvenil —LIJ— de terror, cuyos textos están escrupulosamente tratados: cuidados y adaptados para cada franja de edad, tanto en sus temas como en la gramática. Y apoyados, la mayoría de las veces, en bellísimas ilustraciones. A continuación, en cinco sencillos pasos, una manera efectiva de impulsar el gusto por la literatura de terror en niños y adolescentes: 1. Atreverse a entrar en una de esas —cada vez más escasas, por desgracia— islas de la cultura, el saber y el conocimiento que son las librerías. Que nadie se preocupe, doy fe de que, una vez dentro, no sale sarpullido en la piel. 2. Dada la «terrorífica» fecha en la que estamos, buscar un rincón profusamente decorado por atrezo espeluznante y grotesco. 3. Dejarse deslumbrar ante la extensa y muy variada LIJ de terror existente, tanto autóctona como foránea. 4. Comprar. Y si fuera posible, más de un ejemplar —incentivando la economía del sector, que nunca viene mal—. 5. Regalar las recientes compras a la muchachada más querida —hijos, sobrinos, nietos, ahijados...—. Y llegados a este punto, para demostrar que mi defensa de la lectura iniciática de terror no es impostada, sino todo lo contrario —haciéndome ir un paso más allá: adquirir un compromiso como escritor—, van a permitir que me marque un «Umbral» y que, a continuación, hable de «mi libro»; mejor dicho, «mis libros», pues tras comenzar en esto «del escribir» dirigiéndome a lectores adultos, con esa gamberrada de dimensiones cósmicas que fue —y es— Vampiros. Guía de supervivencia, de la editorial Berenice, han venido un par de obras dedicadas, ya sí, al terror más juvenil: Primero, Cuatro cuentos de terror y un relato abominable, perteneciente a la colección Gran Angular de SM. Obra de la cual, con semejante contundencia en su título, poco más habría que decir. Y ahora, en 2022, con la tinta de la impresión aún fresca como quien dice, mi primera novela, Luces custodias, de Toromítico. Fresquito cóctel de terror light y fantasía por donde desfila todo el amplio catálogo hallowiniano: brujas, vampiros, hombres lobo, monstruos antropófagos... En definitiva, que ya tengo preparados el sombrero de paja, el peto vaquero y el rastrillo. ¿Lo adivinaron? Sí, mi disfraz para este Halloween será de sembrador de semillas de calabaza. ¿Alguien más se apunta? |
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