La alimentación no empieza, es, como el ser, existe, y cuando lo hace proporciona vida. Vida para la vida. No hay vida sin alimento, sean de la clase que sea cualquiera de ellos, así que sí, comer es lo más importante después de el ser. Siempre es preferible hablar de alimentación antes que de gastronomía. Y el motivo es muy sencillo: la alimentación es más amplia que la gastronomía, es un concepto que engloba mucho más, y en el que podemos incluir tanto cocinas populares como elitistas; platos aristocráticos y solemnes, además de sencillos hervidos campesinos o primitivos asados. No debemos minusvalorar el conocimiento antes de la literatura. Hombres del Paleolítico y Neolítico apreciaban la buena comida, y esto lo sabemos por la arqueología… aunque es posible que las pinturas rupestres nos proporcionen novedades sobre esos signos a los que podríamos llamar preescritura y de los que hasta hace poco se desconocía su significado. Sabemos qué comían y como lo hacían, incluso conocemos sus métodos de conservación y algunos platos sencillos, pero de momento carecemos de palabra escrita. Pero vayamos a los textos, que no todavía libros. Los primeros textos que aún conservamos y que hablan de alimentos en la historia son las tablillas de Yale, de la Babylonian Collection. Unas tablillas cerámicas en las que se han grabado recetas con caracteres cuneiformes, datadas en el s. XVII a.C. Imaginen el entorno: Mesopotamia, entre el Tigris y el Éufrates, donde el material más abundante era la arcilla. Hagamos soporte para escribir nuestros pensamientos, nuestras acciones, nuestras recetas, dijeron los mesopotámicos, y permanecieron hasta nuestros días escritos en cuneiforme y en frágiles pero milenarias tablillas de barro. Bien podemos decir que cuarenta recetas escritas en tres tablillas son un breve recetario con pistas suficientes para conocer la cocina de la zona: caldos de pescado y carne, variadísimos y de diferentes animales y formatos, caza, abundantes aves, verdura y distintos formatos de panes son un muestrario extraordinario. Aunque siempre nos quedemos con ganas de más. Saltamos a Egipto, el país de feraces riberas, donde ya encontramos recetas escritas por Ani, un funcionario que encargó su propio Libro de los Muertos donde anotó varias recetas, el Papiro de Ani revela lo importante que era el alimento en la vida y en la muerte para los egipcios. El Papiro Ebers, de 1550 a.C., también muestra algunas recetas curativas que cualquiera podía preparar en casa. Pero no fue lo único, ya que los textos egipcios, escritos sobre papiros o sobre piezas de cerámica (óstracon) son extraordinariamente ricos en detalles inimaginables sobre los alimentos, la compraventa de platos preparados o las cuentas de los comerciantes. Una auténtica fuente de conocimiento que sigue proporcionando pistas cada día. El Lejano Oriente también fue pródigo en obras vinculadas con la alimentación. Buda, nacido en Nepal en el s. VI a.C., inauguró una época de voluntario ascetismo, y de consumo de dieta vegetariana; y aunque él no escribió nada, si se recogieron sus enseñanzas en el Canon Pali. El Taittiriya Upanishad, un libro que comenta los sagrados textos de los Vedas, este en el s. VI a.C. también proporciona reglas sobre los alimentos, como el Sammadhitti Sutta, que funde en el alimento espíritu y cuerpo. El primer libro chino sobre cocina explica muy bien cómo funcionaron las cortes chinas antiguas, se trata del Libro de la etiqueta y el ceremonial, escrito durante la dinastía Zhou, con referencias al comportamiento en el banquete, a como se deben tomar los distintos alimentos y a un estilo de vida rígido y aristocrático, donde con toda probabilidad se comía con abundancia y placer. Sería el primero de un extenso panorama bibliográfico, el chino, que contemplaba medicina, cocina y platos exquisitos en un alarde de conocimiento y extensión, de cocina compleja, alimentos cuidados y medidos y de equilibrio, armonía y proporción. Volamos al mundo clásico, la mediterraneidad tiene mucho que ofrecer en lo que se refiere a una buena -y saludable- alimentación. Grecia fue pródiga en libros de cocina y en recetarios para mejorar la salud, hasta la Iliada y la Odisea cuentan cómo y qué comían los héroes. En sus páginas observamos al poderoso Agamenón sacrificando un toro y porcionándolo justamente entre todos sus guerreros, en un entorno de banquete masculino y cárnico. Los héroes beben vino en cráteras de oro, y uno se asoma asombrado a las aventuras de gentes que lo podían perder todo pero que tenían tiempo para gozar del placer de los hombres civilizados: el banquete. Sobre el banquete reflexionó Platón en el Gorgias, narrando de primera mano la animadversión que existía con respecto a la alta cocina, que se consideraba decadente y repleta de excesos, y hace decir a Sócrates que la culinaria no es un arte, sino una práctica para producir placer. Una milenaria discusión. En las recortadas costas de la península helena encontraremos uno de los libros más extraordinarios, los Deipnosofistas, de Arquestrato de Naucratis (Naucratis era una ciudad de fundación griega, en el delta del Nilo). Arquestrato no solamente muestra la vida de lujo de la época, también hace referencia a los libros perdidos de los que ya solamente tenemos sus palabras ¡Cuánto, cuanto, se ha perdido a lo largo de la historia! Uno de ellos, el más antiguo, fue Miteco, el conocido «Fidias de la cocina», especialista en platos de pescado. De los quince volúmenes de los Deipnosofistas, desgraciadamente sólo conservamos dos y muchos fragmentos, a través de los cuales Arquestrato consigue abrir el apetito del lector. No quedaría completo el panorama griego sin hacer referencia a Hipócrates, el padre de la medicina, con sus innumerables trabajos sobre la dieta en caso de enfermedad, y que en su obra Régimen, o sobre el Alimento, o Sobre la Dieta manifestó para nosotros toda su sabiduría y algunas recetas para curar determinados males. El mundo romano dejó entre los s. I al III un especial conjunto de recetas, atribuidas a la mano del rico Apicio, con su De re coquinaria, mi preferido entre todos. Por su obra y por su vida, vemos un estilo de comer que rezuma mediterraneidad, una forma de vida expansiva, que recuerda a veces a un mundo frugal y contenido, rústico y aromático, y otras al poder imperial, primer globalizador, creador de Europa y de extraordinarias y muy complejas recetas al gusto de empedradores caprichosos. Apicio fue capaz de recoger todo esto: platos guisados, salteados y hasta ornamentados con el aceite de oliva, que se acompañaban y cocinaban con buenos vinos con unas primitivas denominaciones de origen. En Apicio cabe todo, desde las rusticas y antiquísimas gachas de trigo a rellenos imposibles con salsas variadas, y platos elaborados con técnicas complejas, una sobre otra, sobredimensionadas, barrocas y extraordinarias. Séneca fue su gran crítico, y sus Cartas a Lucilio compensan los excesos gastronómicos del primero, llenan los platos de sensatez y contención; probablemente también de tedio. Los prácticos agrónomos romanos salpicaron los textos de sus sistemas de labranza de la tierra y cuidados del ganado con recetas fáciles, saciantes y económicas. Mostrando esa mentalidad previsora, atemporal, cíclica y terrena del agricultor. Columela, Catón, Varrón con sus obras respectivas, todas bajo el mismo nombre, pero con sus diferentes plumas, De re rustica. Las cosas del campo, entre las que se consideraba como principal objetivo comer, y esto siempre de la mejor forma posible. Acabando el mundo romano, ya pasada la frontera de la romanidad pero aún en las postrimerías, todavía los obispos cristianos podían celebrar reclinados en triclinios y recordar las viejas historias sobre las comidas fabulosas de sus abuelos romanos. Anthimus, en este tiempo, escribió De Observatione Ciborum, dejándonos constancia de que en Roma se conocían la mayonesa y el soufflé a pesar de que la Antigüedad ya casi se había apagado. De nuevo viajamos a otro extremo del mundo, a Israel, desde donde se escribió uno de los más apasionantes, complejos y controvertidos libros en los que palpita la alimentación, se trata de la Biblia. El Pentateuco, los primeros cinco libros, marcaron para siempre al pueblo judío, reglamentando una forma de alimentarse (concretamente en el Levítico) que duraría para siempre. Hoy, más tres mil años después, hay una forma correcta de comer y otra que no lo es, unos alimentos permitidos y otros prohibidos. En la alianza no solo religiosa, sino vital más larga y estrecha de la historia. Un caso único que analizo en mi trabajo con Almuzara La Cocina Hebrea. Y así, vemos varias recetas de panes matzá para el Shabbat, sin levadura, por supuesto, siempre polivalentes y fáciles de hacer; buñuelos de los hijos de David, guisos de lentejas… y al fondo, generosas cantidades de leche y la miel manando en la Tierra Prometida por Yahvé a su pueblo. El mundo medieval, que fue divergente en Europa y en España, se vio acompañado de muchas novedades culinarias. Recordado el pasado romano como una época dorada y culta, empezaron a aparecer, tanto en el norte como en el sur de Europa, diferentes obras mucho más extensas que las antiguas, y verdaderamente prolíficas y abundantes en recetas. En época de Abderramán II llegó a la corte califal cordobesa un personaje singular, Abu l-Hasan Ali ibn Nafi, Ziryab. No escribió recetarios, pero causó un enorme impacto en la corte de Córdoba. Su llegad desde Bagdad provocó una auténtica revolución en lo gastronómico que probablemente sí se reflejó en los recetarios andalusíes de época posterior. Los Kitabs, libros árabes, algunos de ellos de cocina, dieron grandes alegrías a la culinaria inspirada en una forma de vivir estrictamente apegada a una religión. El primero no cronológicamente, pero sí por lo primario de su objeto es el Kitab al-Filaha, de Abú Zacaría (s. XII), un manual de agricultura al estilo de los antiguos romanos, ya que sus fórmulas habían sido de gran éxito. Dos libros de cocina repetían nombre, los Kitāb al-tabīj. Uno escrito en el s. X por Ibn Sayyar al-Warraq, y otro por Muhammad bin Hasan al-Baghdadi en 1226. Innumerables recetas de panes, buñuelos y masas hojaldradas en versiones saladas y dulces, y una mezcla característica medieval de sabores salados, agrios y dulces, en el mismo plato. Las verduras se tratan en estos libros de una forma extraordinaria, brillando por unos tipos de cocinado muy especiados y bien trabajados, que incorporan diferentes lácteos y desarrollan algunos platos refrescantes muy apropiados para el estilo de vida del sur. Fue una época pródiga en libros de cocina, aparecieron Relieves de las mesas, acerca de las delicias de la comida y los diferentes platos, de Ibn Razin al-Tuyib, a mediados del s. XIII y un libro anónimo, del mismo siglo La cocina hispano-magrebí en la época almohade según un manuscrito anónimo, con innumerables recetas de pescado. En el norte de Europa se publicaban mientras dos obras en muy pocos años, y en cierta forma similares, exhibiendo un estilo de cocina medieval: especiado, con una mezcla de sabores dulce-agrio-salado, y sustancioso. Guillaume Tirel, Taillevent, en el s. XIV fue cocinero de reyes y escribió, orgulloso de su labor, Le Viandier. Todavía usaban castañas, innumerables carnes; la charcutería se trabajaba con delicadeza y la miel formaba parte de innumerables platos, no sólo de los postres. Al otro lado del Canal de la Mancha, otros notables de la cocina, de la corte inglesa del rey Ricardo II redactaron The Forme of Cury, a finales del s. XIV, enorgulleciéndose de su superioridad con respecto al recién publicado volumen francés. La rivalidad estaba servida en la mesa. Este último, curiosamente, presenta recetas al estilo del sur, incluyendo exóticos productos para la época en Inglaterra como la granada y el azafrán. Italia, en la Edad Media y el Renacimiento hacía honor a su espléndido y culto pasado. No en vano florecieron las artes, también los libros, y la cocina hicieron exactamente lo mismo. El Liber de Coquina, de autor desconocido, se escribió en el s. XIII, y ya presenta características de cocina italiana: cosmopolita, con recetas de pasta y la inevitable influencia andalusí que arribaba a todas las costas del Mediterráneo en aquel tiempo. Es inevitable elegir, y a pesar de que se escribieron más, hay dos “anónimos” singulares, el Anónimo Toscano, del s. XIV, que empieza a presentar cierto orden en su redacción y el Anónimo Veneciano, del que se puede destacar como singularidad que sus recetas están todas descritas para doce personas. España no se quedaba atrás, y aunque en el sur florecían los kitabs, pronto apareció el primer recetario, escrito en catalán (manuscrito) en 1324, el Llibre de Sent Soví. Una obra típicamente medieval, enraizada en los grandes platos de la Antigüedad clásica, pero incorporando los nuevos productos que habían llegado a España: la berenjena, la alcachofa, el azúcar y el arroz. Es una cocina de la tierra, que ha terminado siendo parte sustancial de la actual cocina catalana. Tuvo que pasar tiempo hasta que llegó el Llibre del Coch, del maestro Robert se escribió igualmente en catalán en 1520; en poco tiempo se publicó en castellano, bajo el nombre Libro de los guisados. Su autor era el cocinero del rey Fernando de Nápoles, así que incluye recetas de corte, ilustra las fórmulas de trinchado de las carnes, algo muy importante entonces e incluye guisos de arroz. La Lozana andaluza marca el cambio de tiempo entre el mundo medieval y el moderno. Italia, repleta de vida, reclamaba todo tipo de personajes, ahora justo después del episodio del Saco de Roma. Publicada en 1528, su autor Francisco Delicado describe los oficios pícaros que continúan la tradición de La Celestina, y su protagonista, Aldonza, natural de Córdoba se percibe de orígenes moriscos o judíos por las descripciones de sus platos. Heredera sin duda de una espléndida cocina de corte popular que detalla en el II Mamotreto, y en el que se observa el paso de las culturas que vivieron en Andalucía: desde frutas de sartén a berenjenas moxies, toda clase de verduras y platos de cabrito. En pleno auge de la cocina española del Siglo de Oro, repleta de excesos y complejidades de la cocina de la Corte junto a la apurada y generosa cocina conventual y los picaros que se levantaban pensando en qué comer y cómo hacerlo, espléndidamente representada en la fastuosa Olla Podrida, empiezan a aparecer los libros impresos. Es entonces cuando estos se hacen accesibles a mucha más gente. Uno de ellos, el Libro de la voluptuosidad honesta y de la buena salud, se publicó en 1475, su autor, Batista Platina de Cremona. Compuesto en diez libros marcadamente renacentistas, pero aún con señales medievales, combina recetas en las que se observan técnicas mediterráneas (andalusíes, catalanas e italianas), pero encontramos por primera vez un mayor detalle en lo que se refiere a tiempos, temperaturas y datos concretos en el desarrollo de la elaboración. Muy diferentes de los antiguos libros de recetas medievales es el de Diego Granado. Escribió en 1599 el Libro del arte de cocina, y aunque bebe de los recetarios anteriores entre sus páginas aun da muestras del pasado medieval, a lo largo de sus platos se percibe el cambio de tiempo. Por su parte, Francisco Martínez Motiño vivió en época de Felipe II, y en 1611 presentó su libro Arte de cocina, pastelería, bizcochería y conservería. Un extraordinario trabajo en el que palpita el Siglo de Oro, con recetas complejas, cortesanas, difíciles y muy trabajadas. Destacan las instrucciones para la preparación de banquetes, y el delicioso capítulo de conservas y dulcería, que tuvo tanta importancia en la época. El caso es que el azúcar, desde su llegada al mundo andalusí, había revolucionado la forma de comer y, claro, la cocina. El mismísimo Michel de Nostre-Dame, Nostradamus, en la primera mitad del s. XVI había escrito un pequeño librito, un recetario de conservas y confituras, jaleas, mermeladas, confites y jarabes, el Tratado de las confituras, que tuvo un gran éxito en su época. Es especial el trabajo de Hernandez Máceras, publicado en 1607 bajo el titulo Libro del arte de cocina, aunque bajo premisas muy diferentes a las anteriores, ya que su autor era el cocinero del Colegio mayor de Oviedo, en Salamanca, y por tanto, las necesidades de ese colectivo eran peculiares. Nos dará grandes sorpresas en los próximos tiempos, tanto el personaje como el libro. Francia empieza a alumbrar la gastronomía de toda Europa, y La Varenne, con su Le Cuisinier François, escrito en 1651, muestra una elegante forma de comer, que se abre paso desde la cocina medieval recargada, especiada y anticuada entonces hasta una moderna y novísima cocina cortesana. De corte aristocrático, elegante, artificioso y complejo. Sabrosa. La Revolución lo cambió todo, pero no la importancia de cocineros de un nivel impresionante como Carème. Su obra es larga, extraordinaria, y fue muy viajera, entre todos sus libros destacan Le Cuisinier parisien (1828) y L`Art de la cuisine française au dix-neuvième siècle. De estas recetas gozaron desde Talleyrand, su gran mecenas hasta el zar Alejandro I, el rey Jorge IV o la familia Rothschild. Con platos muy estructurados, bien ordenados, con producto de temporada, Carème regularizó la culinaria de su época, creó las salsas madre y desarrolló la base de la que emergió la alta cocina francesa y que retumbó en todo el mundo durante dos siglos. Tras él, un siglo después, Auguste Escoffier volvió a refinar lo que en su tiempo ya quedaba anticuado, creó la cocina francesa de la que arranca la actual y aligeró los platos. Su experiencia en la guerra franco-prusiana le enseñó algunas prácticas de la modernidad, como la de las conservas en lata. Comprendió la necesidad de que la hotelería y la restauración se conectaran, y dio paso a la buena cocina de los hoteles Ritz y Carlton. Algunas de sus obras, Le Guide Culinarie, Ma Cuisine o Le Livre des Menus. A partir de principios del s. XX los libros de cocina se convierten en un auténtico género de gran éxito, transformándose en un innumerable conjunto en el que resulta complejo elegir. Sin embargo, España dio algunos notables títulos y autores, como Emilia Pardo Bazán con La cocina española antigua y La cocina española moderna (1913 y 1917), la Enciclopedia Culinaria, de María Mestayer de Echagüe (1933), y el clásico del s. XX, de Simone Ortega, 1080 recetas de cocina (1972), marcaron el paso hacia la modernidad con el desarrollo de unas obras bien estructuradas, organizadas temáticamente y por grupos de alimentos. Facilitando con ello que se hayan convertido en auténticas obras de consulta en las que es sencillo y ágil realizar una búsqueda o componer un menú. Que en definitiva es el objetivo de un libro de cocina. Almudena Villegas es autora, entre otros, de Recetario hebreo, La cocina hebrea, Ciencias de la Gastronomía, Grandes maestros de la historia de la Gastronomía o Córdoba Gastronómica. |
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