Escribo estas líneas durante un viaje que realizo como editor de Almuzara a México, Colombia y Perú. El objetivo es visitar y despachar con las respectivas empresas distribuidoras en cada uno de esos países – Nirvana, Gaviota e Hipatia -, socios imprescindibles para dar a conocer nuestro fondo allá. Sin una buena distribución, nada es una editorial. Y para un editor español, eso viene a suponer, en una inmensa mayoría de casos, distribución tanto en España como en América, que tanto monta como monta tanto en la república de la bellísima lengua española. Y, aquí, un inciso para poner en valor el papel fundamental que supone para una editorial el contar con una buena red de distribución. Veamos. Una editorial tiene cuatro funciones esenciales. La primera, y más importante, la de descubrir el talento de los escritores y saber encontrar buenos libros. La segunda, el saber convertir esos contenidos en un libro –o a otro formato digital– bien editado y de hermosa hechura. La tercera función es la de comunicación y marketing, la de obtener notoriedad para la obra publicada, para que la sociedad y los posibles lectores tengan noticia de su existencia. Y, por supuesto, como cuarta función, pero no por ello menos importante, la de distribuir adecuadamente las obras publicadas, sobre todo a través de las librerías, y, también en otros canales digitales, para que pueda llegar hasta el lector, protagonista último de toda la cadena editorial. Es entendible, por tanto, el mimo y la atención con el que los editores debemos, seleccionar, primero, y atender, después, a nuestra red de distribución, tanto en España como en el resto de países hispanohablantes, Estados Unidos, por supuesto, también incluido. Los grandes grupos editoriales, como Planeta o Penguin Random House, poseen sus propias empresas distribuidoras, que operan tanto en España como en América. También es el caso de algunas medianas, como Urano u Océano. El resto de editores externalizamos la comercialización de nuestro fondo a empresas distribuidoras especializadas. Así ocurre tanto en España como en América, donde los editores seleccionamos y contratamos con empresas distribuidoras en cada uno de esos países. Por eso, la estrecha relación entre distribuidores y editores, concretada en visitas recíprocas o en encuentros en las grandes ferias, como FIL o LIBER, todo ello más allá de los cotidianos correos, llamadas y videoconferencias. Pues tras el parón de la pandemia, retomo con ilusión los viajes más allá del Atlántico, como al principio escribía. Ilusión redoblada en este caso porque conocería los equipos profesionales y las instalaciones de los nuevos distribuidores, dado que, por circunstancias diversas, decidimos cambiar nuestra red internacional de distribución. Más allá de contratos mercantiles, normas aduaneras y usos y costumbres, se suele establecer una relación personal de confianza entre editores y distribuidores, abonada, tras las sesiones de trabajo, por una charla apasionada alrededor de una buena mesa, centrada, normalmente, en el libro y en las gentes del libro. Resulta curioso comprobar, como, en el universo de editoriales y distribuidoras, casi todos nos conocemos a casi todos, a pesar de vivir en países bien diferentes y bien lejanos, geográficamente hablando, pero hermanados por una lengua excepcional. Habitamos, como ya indiqué, en la república de la lengua española, de la que todos somos actores. Es nuestra casa y en ella nos sentimos cómodos. Por mucho que lo repitamos, nunca seremos conscientes de la enorme importancia de la lengua española, un enorme patrimonio lingüístico, cultural y humano, del que somos herederos y del que tenemos que cuidar para legarlo a las generaciones futuras. Y, por doble motivo, editores y escritores, hacemos de la lengua española nuestra última razón de ser, la herramienta esencial que nos permite ser y estar. Los editores, más allá de su función como mercaderes de libros, dejamos una honda huella cultural. No sólo vivimos de la sociedad, sino que, de alguna manera, también la conformamos. La función trascendente del libro moldea imaginarios, sentimientos, creencias y conocimientos. No se entendería la evolución de la humanidad durante los últimos siglos sin libros… ni editores. Y, acercándonos en el tiempo y en el espacio, como bien escribe Roberto Colasso, «Sería imposible reconstruir la cultura francesa del siglo XX sin seguir en todo sus meandros la evolución de Gallimard; o incluso, a a la hipnótica intimidación que emanaba de las Éditions du Seuil; así como se captaría muy poco de la escena alemana de los años sesenta en adelante sin considerar los efectos de la Escuela de Frankfurt, que se recogía en las publicaciones de Suhrkamp; aún menos se entendería la cultura italiana de la posguerra si se ignorara la alta pedagogía de la casa Einaudi; o, en fin, sería imposible recorrer el acrobático paso de la España de los años de Franco a la de hoy sin tener en cuenta el catálogo cronológico de tres editores de Barcelona: Carlos Barral, Jorge Herralde y Beatriz de Moura». Somos pues, importantes para la cultura y el progreso de nuestras sociedades. Y los editores españoles responsables en especial para el amplio, colorido y rico espacio de la lengua española. Editores y distribuidores, sin percatarnos de ello, formamos parte de una larga saga generacional que, desde mediados del XIX, ha unido ambas orillas con el comercio de libros. Se trata de una historia hermosa, de ida y vuelta, que comenzó cuando los valientes comerciantes del libro cruzaban en barco el Atlántico, con su maleta llena de muestras y catálogos. Y así hasta nuestros días, en los que, a pesar de los avances tecnológicos, el negocio de libro de papel todavía posee una dinámica hondamente tradicional de almacenes y distribución. Entre aeropuerto y aeropuerto, trato de recomponer una brevísima historia de las editoriales en Hispanoamérica que ya esbocé en mi Manual del editor, (Berenice). A raíz de la independencia de los distintos países sudamericanos de España, las editoriales francesas encontraron un campo abonado para su expansión. Comenzaron a finales del primer tercio del siglo XIX, y, todavía a principios del XX, mantenían su hegemonía, aprovechando la importante colonia de hispanos en París, que realizaban la traducción al español de las obras de los autores franceses que por entonces dominaban el panorama literario. Las editoriales francesas dominaron entonces el mercado de libros en español para Latinoamérica. Nombres como la Editorial Franco-Iberoamericana o las casas Garnier Frères, Vda. Bouret, Armand Colin, Hachette, Louise Michaud, Roger y Chernovitz, o la Librería Ollendorf coparon un importante porcentaje del mercado de libros en español. La inexistencia todavía de editoriales mercantiles en España, su inestabilidad política, las censuras y el desamor tras la independencia, dejaron el camino abierto a las casas francesas, que supieron aprovechar la ocasión, y bien que hicieron. A finales del XIX algunas editoriales catalanas, como Montaner y Simón, iniciaron ambiciosos programas de exportación a América, que siguieron otras tantas, reforzadas por el fulminante –pero finalmente desgraciado– crecimiento de la CIAP en el primer tercio del XX. A partir de los años treinta, las editoriales españolas terminan desplazando a las francesas. El mundo editorial latinoamericano iniciaba sus primeros pasos. México y Argentina se configuraron como los principales focos editoriales. En esta brevísima historia destacan las editoriales creadas en América por exiliados republicanos españoles. En Argentina destaca la Editorial Sudamericana, fundada por Antonio López Llausás y de la que fue director literario Paco Porrúa, editor por vez primera de Rayuela de Cortázar y de Cien años de soledad de García Márquez. Sudamericana creó en España la editorial Edhasa. Otra importante editorial de origen argentino es Emecé, fundada por Mariano Medina del Río y Álvaro de las Casas, o la editorial Losada fundada en 1938 por Gonzalo Losada. En México fue constituida Grijalbo, por Juan Grijalbo. En México, el país que mejor acogió a los exiliados españoles, los escritores y editores españoles tuvieron una gran influencia en Fondo de Cultura Económica, la gran editorial mexicana todavía muy activa en nuestros días y Siglo XXI. Tras las crisis económicas latinas de los años ochenta, la inmensa mayoría de las editoriales latinoamericanas fueron adquiridas por grandes grupos como Planeta y la actual Penguin Random House. Las editoriales españolas, con ventajas competitivas tanto por estabilidad política como económica, crecieron en América. A día de hoy, son españolas –incluimos aquí a la sucursal de Penguin Random House, de capital alemán, pero con sede en Barcelona– las editoriales que suponen una inmensa mayoría del mercado del libro en español a los largo y ancho del continente, Estados Unidos incluido, donde los libros en español son crecientemente consumidos. ¿Por qué, si antes existieron importantes casas editoriales en ambas orillas, se concentran ahora en España? Pues por varios motivos fácilmente identificables. Por la estabilidad política, económica y cambiaria, con el euro como bandera, tal y como ya hemos comentado con anterioridad. Pero, también, porque todo el espacio hispanohablante funciona como un único mercado que gira alrededor de la lengua, ya que los derechos de traducción al español se suelen adquirir para todos los países del mundo. Y las editoriales españolas, al comprar esos derechos a las grandes agencias literarias internacionales pueden hacer tiradas que permitan economías de escala. No es lo mismo hacer una tirada corta para abastecer a un único país que imprimir muchos más ejemplares para distribuir por varios países, lo que permite conseguir mejores precios unitarios. Si a esto unimos el ecosistema de editoriales concentradas en España, nos encontramos con una realidad tremendamente competitiva, dado que un distribuidor de cualquier país americano puede consolidar en un único embarque los pedidos a las editoriales que representa. Estas consolidaciones de fondos diversos consiguen unos importantes ahorros en el coste del transporte. Por eso, casi siempre, les resulta más económico traer los libros desde España que desde el país vecino. Ese ecosistema, además, permite la asociación de editores para exportar o la celebración de importantes ferias como LIBER, que atrae a todos los importadores americanos. En resumen, el ecosistema editorial español es muy competitivo en estos momentos para exportar a América, donde copamos, como decíamos, un importante porcentaje del mercado del libro. Este hecho se ve acrecentado por el hecho de que las grandes editoriales también editan los temas y autores locales. En todo caso, y hasta cierto grado, el espacio hispanohablante es también compartido por los escritores y editores en español de numerosas nacionalidades. La tendencia es que junto a grandes grupos transnacionales que abarcan toda la región, convivan editoriales locales que seguirán apostando por jóvenes promesas, o que podrán ser el germen de futuras grandes editoriales. Hoy dominamos el mercado del libro americano las editoriales españolas, el mañana siempre está por escribir y leer. Los editores vivimos en la república de la lengua española, como tantas veces hemos repetido a lo largo de estas líneas. Exceptuando los libros de temáticas más locales o nacionales, un porcentaje significativo del fondo de cualquier editorial española puede ser leído por una comunidad de casi quinientos millones de hispanohablantes, una espectacular realidad que debemos aspirar a gestionar y satisfacer. Nosotros, al menos, lo intentaremos, pienso mientras cierro el ordenador y me dispongo a embarcar desde Lima para el vuelo de regreso a España, sin que en ningún momento haya tenido la sensación de salir de casa. |
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