Ken Bain en su libro Lo que hacen los mejores profesores de universidad dice que: «los grandes profesores aparecen, pasan por la vida de sus estudiantes, y sólo unos pocos de ellos quizás consigan alguna influencia en el vasto arte de la enseñanza». Si esto es así, es que hemos renunciado a la excelencia en la formación plena de los alumnos. Quizás, a causa el activismo de la sociedad occidental las aulas se han deshumanizado, convirtiéndose en meros transmisores de información, semejantes a cualquier plataforma electrónica. O puede que los propios académicos sean víctimas de un aprendizaje mecánico, excesivamente orientado a resultados, que ha puesto en sordina la formación integral de sus pupilos. A lo largo de los últimos años se ha enfatizado en exceso la creencia de que el estudiante universitario es el cliente del sistema educativo, y no alguien que se acerca a las facultades como un lugar en el que aprender conocimientos técnicos, que en pocos años tendrán que aplicar en un mercado de trabajo cambiante, en el que impera la diversidad. Y, por tanto, la plasticidad en la adaptación a múltiples circunstancias es condición sine qua non para acceder a cualquier empleo. Los modelos mentales se modifican lentamente, de otro modo el aprendizaje es superficial y se limita a recordar ideas o conceptos inconexos. Y esta es una de las patologías que afectan a la enseñanza del siglo XXI. La incursión de las nuevas tecnologías en ocasiones ha facilitado un aprendizaje epidérmico, que impide la asimilación de robustos conocimientos, necesariamente aplicables al mundo laboral. Y no es que la enseñanza digital esté reñida con la excelencia, simplemente es que la «escuela» actual está en pleno proceso de cambio para hacer suya la nueva realidad. Y solo culminará con éxito si se analizan de una manera sincera los errores cometidos, y se pone una solución inmediata a los problemas detectados en este proceso de enseñanza-aprendizaje carente de raíces en las que sostenerse. Pero el académico se ve obligado a enseñar lo aprendido de manera constante. Aprendizaje técnico, estudio de nuevos modelos de enseñanza y adaptación a las nuevas generaciones que año a año pasan por las aulas, es la manera en la que el universitario estructura su docencia. Y, además, para el profesor este proceso está íntimamente ligado a la investigación. Si para desempeñar una carrera académica los tres pilares básicos son: docencia, gestión-transferencia del conocimiento e investigación, es indudable que el estudio y aprendizaje constituyen la columna vertebral del académico, pues si no es así, la transferencia del conocimiento a la sociedad civil y a los estudiantes es inservible, y la investigación se hace sobre la nada. Es evidente que el académico debe estudiar a fondo su materia, pues nadie transmite lo que no conoce. Y de la misma manera que se somete a evaluación a los estudiantes, los profesores se enfrentan al desafío intelectual del conocimiento construido, y no siempre recibido. El conocimiento transformador no solo afecta a lo que sabemos, sino que es la consecuencia de una tarea investigadora iniciada como un camino en búsqueda de respuestas a preguntas, metodologías, conceptos o problemas complejos, que una vez resueltos se transmiten a los estudiantes universitarios. Por esto, los investigadores son objeto de evaluación constante. Pero la carrera académica española se encuentra imbuida, por un lado, de la cultura burocrática francesa, que impregna toda la administración española. Y por otro, se le ha trasladado sin filtros el modelo británico de acreditación del profesorado, lo que en ocasiones enturbia la capacidad creadora de los autores, por una necesidad de atender los requerimientos estandarizados de acceso a la carrera docente. La arterioesclerosis de un sistema en el que se evalúa bajo el paraguas de «café para todos», frena la capacidad creadora de algunas líneas de trabajo, reduciendo el maravilloso ámbito de la investigación a un mero cumplimiento de requisitos administrativos. La universidad española tiene el reto pendiente de devolver a la sociedad la riqueza del conocimiento generada en su seno. Y para ello la conexión entre la academia y la empresa es imprescindible, siempre que ambas caminen al unísono. Pues la sociedad sí es el cliente de la universidad. Para todo ello las editoriales universitarias constituyen una magnífica herramienta a través de la cual la transmisión de la información, transformada en conocimiento, llegue a todos los estudiosos que pretendan profundizar en el análisis de ciertos conceptos, hechos, acontecimientos, razones... Los neurólogos hablan de las neuronas espejo como elemento básico de generación de riqueza intelectual entre los seres humanos, y para la universidad es muy enriquecedor alojar a aquellos investigadores que pretenden dar soluciones a los problemas actuales, desde el estudio profundo y en busca de la verdad. |
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