La condición humana nos sitúa en un entorno saturado de signos gráficos. Si un lector consume tres libros anualmente, de aproximadamente ochenta mil palabras cada uno, con un promedio de cuatro letras por palabra, habría contemplado cerca de un millón de caracteres sin contar los espacios en blanco. Los más versados en la lectura podrían fácilmente multiplicar dicha cifra, llegando incluso a tres o cuatro millones de letras al año únicamente leyendo libros (en veinte años serían unos ochenta millones de caracteres). No obstante, hasta aquellos más bizarros y ajenos a los misterios de la alfabetización se hallan inmersos en un ambiente plagado de símbolos tipográficos: desde la publicidad estática en las calles, pasando por los textos de redes sociales, subtítulos en series televisivas, titulares periodísticos, manuales de instrucciones, correspondencia oficial, señalética en hospitales, centros comerciales o vías de tránsito, rótulos de comercios y vehículos de transporte, envoltorios de alimentos, prospectos farmacéuticos, mensajes instantáneos, memes, y un sinnúmero de elementos donde los tipos no cesan de diseminar contenido por doquier.
Pero, ¿poseemos un conocimiento auténtico de las letras? No nos referimos únicamente a nuestra habilidad para conectar los significantes y los significados, o a nuestra aptitud para trazar un esquema temporal de la evolución de los glifos a lo largo de las diversas culturas que los han inventado, copiado, utilizado, cortado, injertado, modelado, amputado, implantado o incluso extinguido. ¿Verdaderamente somos capaces de apreciar las letras como formas arquitectónicas, sin que su significado influya en nuestra percepción? ¿Somos capaces de liberarlas de cualquier connotación y contemplarlas en su estado más puro, como elementos gráficos corpóreos que componen parte de la riqueza visual de nuestro mundo? La respuesta es no. En disputas sobre esta cuestión suelo realizar, entre mis colegas editores y con personas que leen habitualmente, lo que denomino la prueba de la «g».
Mi inclinación hacia la lectura y el dibujo se manifestó tempranamente, y no tardé en abocetar letras que adornaran las portadas de mis primeros tebeos infantiles. Cuando llegaron las fotocopiadoras, solía crear los titulares de mis propias publicaciones recortando letras de periódicos o revistas. Pegaba estas letras con cola escolar sobre una hoja de papel, y luego hacía copias para venderlas a mis sufridos familiares. En mi primera juventud, cuando las primeras aplicaciones de diseño vectorial irrumpieron en el mundo artístico, me propuse manipular a mi antojo los tipos de letra que ofrecían los sistemas operativos; aunque debo admitir con franqueza que mis resultados rara vez alcanzaron un nivel aceptable que justificara la escabechina. Fue entonces cuando descubrí que, a lo largo de la historia y bajo exóticos nombres anglosajones de fundiciones tipográficas, existían expertos de muy diversa índole dedicados al estudio y diseño de las tipografías. Si dijera que trabajé en un taller de rotulación faltaría a la verdad; pero sí estuve varios años dibujando en un taller de rotulación, Rótulos Grijalba, capitaneado por el bueno, aunque muy vehemente, Javier Moreno Grijalba. Como muchos de nosotros, el taller había vivido la transformación desde mundo analógico, de los elegantes pinceles de filetear y los rótulos hechos a mano, al universo digital, donde los plotters de corte efectuaban maravillosas formas sobre el brillante vinilo. De esta forma, me adentré en el fascinante mundo del diseño de fuentes.
Años más tarde, cuando cursé la asignatura de Tipografía en el Grado de Diseño Digital de la mano de mi amiga y maestra Xana Morales, me puse definitivamente manos a la obra. Fue ahí cuando me topé con un obstáculo que parecía insalvable, dibujar el glifo correspondiente a la letra «g». Fui incapaz de realizarlo sin tener un modelo delante. Este hecho me produjo verdadero estupor. Me pregunté si alguien no profesional, por muchas letras que hubiera visto y tecleado a lo largo de su vida, era capaz de hacerlo; o si, por el contrario, era yo el que carecía de las facultades necesarias para este complejo mundo.
Volvamos a la prueba de la «g» como desafío a mis eruditos colegas. Les entrego un papel en blanco y un lápiz o un bolígrafo, y les pido que dibujen el signo que corresponde a la letra «g» de imprenta, no el caligráfico. No hablaré de porcentajes ya que nunca he tratado de realizar un estudio científico ni nada que se le aproxime remotamente; pero puedo afirmar que en una abrumadora mayoría de casos, ninguna de estas personas, leídas y releídas, es capaz de dibujar algo que se asemeje a la «g» tipográfica. La mayoría garabatean formas circulares y me miran perplejos pensando «diablos, ¿puede ser esto posible!».
Es cierto que la «g» no es de las letras que más se usa en español, apenas un uno por ciento en comparación con el resto, dependiendo del tipo de texto. Pero un uno por ciento de ochenta millones de letras son ochocientas mil repeticiones para un lector medio durante veinte años, ochocientas mil veces repetida esa letra durante el feliz proceso de lectura. ¿Qué sucede aquí? Llevo muchos años realizando esta prueba que pensaba original, pero leyendo al genial tipógrafo holandés Gerard Unger en su recomendable ¿Qué ocurre mientras lees? Tipografía y legibilidad, observé que él hacía algo muy parecido aunque incluía el glifo correspondiente a la letra «a» minúscula: «Durante mi formación como diseñador ya quise averiguar cómo se lee, qué posibilidades existen para ofrecer mejores letras y tipografías a los lectores. Entonces me tropecé con el fenómeno fascinante de la lectura sin reconocimiento consciente de las letras, el caso de la mayoría de los lectores. Esta tarde me dispuse a llevar a cabo un experimento y para ello me situé en un cruce muy concurrido de Ámsterdam, cerca de la entrada principal del zoológico. Pregunté a los transeúntes por alguna señal que acabarán de ver y leer y si podría dibujarme la “a” o la “g” como la habían visto en dicho texto. La mayoría dibujaron letras caligráficas en vez de letras de imprenta, con mayúsculas o letras rudimentarias donde la “a” y la “g” solo tenían un bucle. Las versiones más complejas de dos niveles y de tres niveles solo fueron dibujadas por una persona. Detalles tales como la mayor o menor anchura, el bucle inferior de la “g” abierto o cerrado, o una mayor o menor panza de la “a”, tampoco eran tenidos muy en cuenta».
Unger nos introduce en un interesante concepto: la lectura sin reconocimiento consciente de las letras como unidades individuales con su propia anatomía y estructura. Una suerte de piloto automático que, durante la lectura, al igual que cuando conducimos, respiramos o caminamos de forma habitual y en condiciones de salud, nos guía despojando a las letras de otra cosa que no sea su significado cuando forman conjunto con otras y forman palabras y frases, sin que tengamos que pensar de manera consciente en qué y cómo estamos haciendo esa actividad. Qué y cómo tenemos frente a nuestros ojos. Los maestros de la pintura y el dibujo recomiendan «aprender» a mirar. Mirar de otra forma los objetos para poder reproducirlos o interpretarlos con lápices o pinceles. Quizás las letras, las bases nitrogenadas de nuestros alfabetos, con las que podemos comunicarnos y expresar nuestros anhelos y emociones o contar formidables historias, con las que podemos soñar, con las que podemos rezar o escribir cartas de amor en Instagram, merezcan que también las miremos de otra forma, nos queda mucho por aprender de ellas. |
Antonio Cuesta López Editor.
|