Oficio(s) de tinieblas
Groucho Marx, el más marxista de los hermanos Marx, sostenía que detrás de un gran escritor hay siempre una gran mujer, y que detrás de ella está su esposa. En esa maldad tan genuina, el bueno de Groucho se olvidó del editor. Espécimen atípico donde
08/01/2018

Groucho Marx, el más marxista de los hermanos Marx, sostenía que detrás de un gran escritor hay siempre una gran mujer, y que detrás de ella está su esposa. En esa maldad tan genuina, el bueno de Groucho se olvidó del editor. Espécimen atípico donde los haya, el editor es ese sujeto que acompaña al autor en el usualmente largo y siempre proceloso trayecto que media entre la escritura del original y el escaparate de la librería. Incluso más allá.

¡Es tan difícil ser un buen escritor! Diría más: ¡es tan difícil ser un mal escritor! Quien ejerce con mayor o menor fortuna ese prodigioso funambulismo de componer música mediante la combinación de vocablos merece, y con creces, cualquier indulgencia. Hasta ese punto es admirable su cometido, que incluye entre otras lindezas la de encerrarse durante horas, días, semanas y, en ocasiones, hasta años, ante un manojo de folios cuasi amarillentos o, en tiempos más recientes, ante la glacial impavidez de una pantalla de ordenador que lo escruta a uno con severidad, y no al revés.

El autor necesita un asidero. Alguien que le aclare si lo que hace, lo que ha escrito con denodado e ímprobo esfuerzo, es valioso, tiene sentido. No pueden juzgar tal cosa los más próximos —la pareja, los hijos, los camaradas de la infancia…— porque carecen de la distancia precisa y cualquier juicio suyo, por honesto y bienintencionado que sea, chocará contra el muro de desconfianza de quien, inevitablemente, sospechará que pueden estar condicionados por el afecto, por el cariño. Y probablemente acertará.

Sí, no me importa confesarlo: admiro sin medida a los escritores. En eso soy un editor como cualquier otro, por más que la leyenda negra sostenga lo contrario y algunos de mis cofrades rehúsen admitirlo. Somos pródigos en denuestos, cierto, y desbarramos en privado —los más temerarios, incluso en público— para glosar su egocentrismo rampante, sus carencias emocionales y su pasión por el vil metal. Tan insólito todo ello en la especie humana, como es sabido. Claro que, por compensación, algún autor amigo me musita al oído que otro tanto, o muy similar, viene a acontecer en los encuentros entre escritores cuando sale a relucir la oprobiosa figura del editor. Suelen vertirse en tales conciliábulos juicios sumamente desfavorables, hasta maledicentes, y quien más quien menos deja caer al final de la velada alguna insidia de calado, gozosamente celebrada y hasta jaleada por el grueso de la concurrencia.

Y sin embargo, ¡qué complicado es ser un digno –incluso un mediocre– editor! De entrada, requiere leer en un plazo exiguo toneladas de originales, de la más variada especie y condición, pero con el suficiente seso como para saber discernir el grano de la paja y tomar partido por determinadas obras que, con todo el riesgo que tal juicio conlleva, se juzgan susceptibles de interesar a un segmento de lectores —bien en el momento presente o, con alarde visionario, en un futuro impreciso—. Llegado ese instante, el editor habrá de sugerir al escribiente aquellas modificaciones que puedan redundar en la mejora del manuscrito, en su mejor acogida; tarea esta singularmente delicada, que precisa de extremado tacto y mano izquierda, pues resulta harto fácil herir susceptibilidades y mancillar la vanidad del artista. No queda ahí la cosa: el editor habrá de procurar a continuación que ese original previamente ungido sea objeto de un riguroso proceso de corrección y maquetación, que expurgue las tan temidas erratas o gazapos y lo haga lucir como merece, desprovisto de excrecencias y despistes varios. La elección de una buena portada, que insinúe pero que no destripe, o el estudio de la fecha más propicia para que el libro vea la luz son asimismo, como tantos otros, aspectos a ponderar. Todo ello, claro está, desde el más estricto anonimato, desde las bambalinas, pues el lector final solo reparará en los errores que puedan haberse filtrado, y no en la ingente labor previa, por acertada que fuere, que permanecerá invisible por los siglos de los siglos amén.

Escritor y editor, unidos por un mismo sino, se quiera o no. Ambos son, a qué dudarlo, oficios de tinieblas. Sacrificados, ocultos durante la mayor parte del tiempo… Casi clandestinos. Pero, a la par, oficios que ensanchan hasta el infinito nuestra percepción del mundo y de las criaturas que lo pueblan; que contribuyen a dejar constancia, negro sobre blanco, de lo que fuimos y lo que somos, de nuestro legado más perenne. De esas brumas en las que habitan, en las que habitamos a diario, brota la luz más intensa y refulgente que el ser humano puede alumbrar.


Javier Ortega Posadillo
Es editor de Almuzara y director de Berenice. Escritor cinéfilo y melómano.

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