La figura de Adolf Hitler suscita curiosidad entre un amplio público que lo observa como un pionero en la moderna fauna de dictadores brutales. La curiosidad se acentúa cuando se piensa que brotó en las entrañas de la civilización europea, en un país avanzado y con una asentada fama de seriedad, y no en una caótica república de reciente pasado colonial y atormentada por cruentas guerras intestinas. Hitler es nuestro Nerón moderno, el tirano sanguinario que incendió Europa al compás de la escena final de la ópera de Wagner "El crepúsculo de los dioses".
Las oleadas de hitlermanía se suceden regularmente en el mundo editorial, en el cine y en el teatro, en un intento por responder a la pregunta de cómo fue posible la irrupción de un personaje al que, salvando las excepciones de rigor, se suele presentar con tintes demoníacos. La esvástica que identificó al régimen nacionalsocialista ensucia las tapias en cualquier lugar del mundo, pese a que sólo una minoría marginal de fanáticos la reivindique.
Su capacidad para fundirse en su propio medio social y absorber lo peor de éste, junto a las oportunidades que encontró para difundir con la violencia de una onda expansiva el conglomerado ideológico resultante de esa labor de absorción, explican la creencia de que sin Hitler no habría sido factible un fenómeno tan devastador como el nacionalsocialismo. Por eso, cualquier estudio riguroso del régimen nazi exige remontarse al individuo que lo dirigió durante sus doce tormentosos años.
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