Nos hemos alejado de la naturaleza que sólo visitamos como turistas. Los niños no asisten por San Martín a la matanza ni han visto matar un pollo. La muerte les es lejana. Creen que los embutidos nacen con su guita en las factorías y que los pollos surgen de unas máquinas que los echan al supermercado envueltos en plástico por arte de birlibirloque. No se vive el campo. Los serreños, al dar de mano en sus tareas, regresan a diario al pueblo, en lugar de pasar las largas tardes de invierno con la familia ante la chimenea, colgados en cualquier vegueta perdida por esos cerros de Dios, donde salían a relucir aquellas historias conservadas por tradición oral a través de generaciones: Viejas leyendas de niñas devoradas por lobos; de salamanquesas malas que te dejan una calva donde escupen; del huevo que un día al año pone el gallo y del que nace el escuerzo… Y todo eso con un lenguaje rico y preciso en el que se engastaban vocablos aún no descubiertos por la Real Academia Española.
Un niño hoy tiene un vocabulario pobre pero útil para cambiar impresiones con sus amigos sobre informática, música pop o canales de televisión. Pero, con seguridad, va a desconocer qué cosa sea una covatilla, un cujón o un venado entesterado.
No podemos pretender que hoy se conserve y se use el riquísimo vocabulario de la sierra, pero sí podemos o, por mejor decir, tenemos la obligación de fijarlo por escrito quienes hemos llegado a conocerlo vivo.
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