«La señora Dalloway» se publicó por primera vez en 1925. La novela relata un día en la vida de Clarissa Dalloway, mujer de la clase acomodada inglesa que está preparando una fiesta en su casa. Toda la acción transcurre durante ese día, a excepción de las historias que se narran en los sucesivos «flashbacks». Esta forma narrativa era lo suficientemente innovadora como para atraer las miradas de los lectores sobre la obra; pero, en realidad, lo primero que llamó la atención de los críticos fue la capacidad lírica de su prosa, plagada de auténticos destellos poéticos que dotan de gran intensidad a la experiencia de lectura.
El libro es, ciertamente y en muchos sentidos, un portento literario. Técnicamente impecable no solamente por el carácter lírico de su narrativa, sino por los recursos que despliega su autora. Recursos que bastaron para ubicarla entre lo más moderno de su época (y no solo de su época). Pero, si hay algo prodigioso en «La señora Dalloway», es que nos lleva a atestiguar cómo la precisión técnica puede trabajar no solo en función del contenido y del tema, sino que también puede ofrecernos una auténtica ontología de las relaciones interpersonales, de las delicadas y frágiles redes que nos unen a unos con otros.
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