Muchas gracias por concederme el enorme honor de poder pregonar la VIII Feria del Libro de esta bellísima ciudad de Trujillo. El pregonarla significa proclamar y dar conocimiento público, a viva voz, de un acontecimiento preclaro y gozoso, por el que más que honrar, resulto honrado. Por eso, le agradezco de corazón al alcalde, Alberto Casero, a sus concejales, en especial a Consuelo Soriano, y a su director, José Cercas, la oportunidad de compartir con ustedes estas palabras que glosan los libros y, cómo no, también la vida atesorada en su cofre de papel. El pregón, más allá de su formalismo litúrgico, es el sortilegio que activa el mecanismo de la feria. Atrás queda el frenesí acelerado de la búsqueda de firmas y autores, los presupuestos siempre limitados y fastidiosos, la promoción imaginativa, la selección de libreros, el montaje de las casetas y el transporte afanoso de los libros y carteles. Ya está todo listo, y la feria, bien animada y mejor paseada, latirá durante unos días como corazón cultural, vivo y palpitante, de esta Trujillo que atrás soñara con la inmortalidad bajo el manto estrellado tantas noches claras. A veces, los dioses, o los astros, conceden lo que de corazón se ha deseado. Y la fortuna tocó con su ala pródiga a esta ciudad de roca para concederle la inmortalidad soñada, inmortalidad merecidamente ganada al olvido de los tiempos por las gestas de sus héroes valientes y esforzados. Inmortalidad que los libros de historia custodian y custodiarán en sus entrañas pacientes. El libro, como notario fiel de lo acontecido, vela porque el recuerdo de las gentes y de sus cosas no se desvanezca jamás. Que más transcendencia garantiza la hoja frágil del papel entintado que el edificio del granito más recio. Porque el libro es siempre memoria viva mientras que el edificio, aún monumental, no es más que premura de arqueología potencial, anticipo de la melancolía y del olvido. La larga historia de Trujillo se enraíza en los milenios y en los batolitos de granito que la sostienen y nutren. Pero bien sabemos que no hay mejor historia que la que nos queda por vivir. Por vivir y por hacer, porque la historia no se arrastra, sino que se construye. Y no hay mejor cimiento del futuro que el conocimiento destilado de los milenios del peregrinar humano. Los libros nos hablan de pasado, pero tienen esencia de futuro. Porque no se entendería un futuro que no cabalgara a lomos de la ciencia y de la sabiduría que los libros destilan. Por eso, visitar la feria del libro es adentrarse en una cápsula del tiempo que nos permite viajar desde el pasado más remoto hasta el más lejano futuro por venir o hasta aquel otro que, quizás, no llegue jamás existir más allá de la imaginación febril del escritor que lo propuso. Trujillo, saciada de historia, sigue hambrienta de futuro. La presencia del alcalde y de sus concejales, más allá del amor al libro que demuestran, también evidencia el inalienable compromiso de la ciudad con la cultura, con sus pompas y con sus obras. Porque Trujillo conoce de su necesaria simbiosis con la cultura como único garante de prosperidad y futuro. Ninguna savia encontrará más nutricia y vivificadora que el libro que hoy glosamos. Trujillo, ciudad hermosa, ciudad cargada de historia, es consciente de que su urgente prioridad es el futuro, futuro que se escribe con la C grande de cultura. Y es cultura, precisamente, la que hoy pregonamos y con la que comulgaremos estos días entre casetas y expositores. La cultura es una exudación natural de la humanidad que investiga, que sueña, que ama, que odia y que se interroga desde los principios de los tiempos. La cultura es una realidad viva, que evoluciona al son de nuestros pasos, una realidad tan agitada, ansiosa y expectante como la de la humanidad desasosegada de la que formamos parte. La cultura, exactamente al contrario de lo que piensan los incultos, es divertida y provocadora, tierna en ocasiones y gamberra en otras. Sabia, cuando de sabiduría se trata; libidinosa, cuando apetece; provocadora e irreverente, siempre. Por eso, esta feria es motivo de gozo y diversión, estímulo para la curiosidad, remanso para el buscador de sabiduría y alivio para el enamorado que precisa del verso sanador, porque nada cura mejor las heridas del mal de amores que la poesía luminosa y azul atesorada en un sencillo libro de poemas. Queremos ferias del libro alegres, bulliciosas, multicolor, que hagan gozar y disfrutar. ¡Venid hasta aquí, buenas gentes de Trujillo! ¡Acercaros hasta esta feria, viajeros que la visitáis, porque nadie es forastero en esta república del libro! ¡Fisgonead, comparad, consultad, cotillead, aprended, comprad! Hablad con los libreros, consultores de gustos y sanadores del alma. Sí, sanadores efectivos del alma gracias al portento alquímico de la lectura adecuada, pócima infalible por su personalísimo aliento. Medicina letraherida sólo para ti. Rebusca, repasa las mesas y las estanterías hasta que el libro que te aguardaba te reclame y te mire de frente para susurrarte, soy yo el que buscabas, te esperaba aquí, paciente, con el secreto y la promesa que necesitabas desvelar. Cómpralo, entonces. Su lectura puede cambiar tu vida, abrir tu mente, enamorar tu corazón, saciar tus sentidos. Para ti y para todos, mercancía mágica, también, para regalar a quiénes queréis. Porque… ¿qué mejor presente que el libro que precisamente escogisteis para alguien en amor de sus gustos, inquietudes y aficiones? Y un consejo os doy, el mejor libro a regalar es el que antes se ha disfrutado con la propia lectura. Compartir las emociones con un tercero es comulgar, de alguna manera, con su alma entera. Regaladlo y os recordarán para siempre si acertasteis afinar con el compás de su corazón. Y si queréis aún que sea más singular, más especial, regaladlo con la firma del autor, que impregna con un girón de su ser el libro ya por siempre poseído por el autógrafo y la dedicatoria personalísima. El libro es el protagonista indiscutible que nos reúne alrededor de su fulgor sabio y, sin duda alguna, el invento más trascendental para el conocimiento humano. Su presencia es tan habitual y cercana que no somos conscientes de cuánto le debemos. Sin él, seguiríamos aún en las oscuridades de la prehistoria. Hojeamos un libro y a simple vista nos parece un objeto simple, un soporte de escritura demasiado obvio para asombrar. Pero si nos detenemos un poco nace nuestra fascinación ante lo que es y lo que significa. El libro es fruto de una evolución milenaria y un auténtico prodigio tecnológico que moldea nuestra mente y nos hizo evolucionar como humanos. Por eso, merece la pena que conozcamos sucintamente su apasionante historia. ¿Qué entendemos por libro hoy? La palabra libro proviene del latín, liber, libri, y según la Real Academia posee dos acepciones. La primera atiende al libro como soporte: “Conjunto de muchas hojas de papel u otro material semejante que, encuadernadas, forman un volumen”. La segunda atiende más al concepto de contenido: “Obra científica, literaria o de cualquier otra índole con extensión suficiente para formar volumen que puede aparecer impresa o en otro soporte”. Es decir que el libro es tanto un objeto como un contenido cultural. Esa doble alma es la que lo hace único y lo convierte en el mejor amigo de nuestra curiosidad y el aliado perfecto para el aprendizaje. Aunque ahora también existe la opción del libro digital o ebook, el libro, por antonomasia, es el libro de hojas de papel impresas, que sostenemos entre nuestras manos, el que habla con nosotros y el que nos cuenta cosas, a través de sus textos escritos o de sus imágenes. Y hoy sólo hablaremos de nuestro admirado amigo y cómplice, el libro de papel escrito. La historia del libro, evidentemente, va íntimamente ligada a la de la escritura. Desde nuestros orígenes, la especie humana aspiró, a través de dibujos o grabados, a fijar una información en un soporte para que perdurara en el tiempo y pudiera ser entendida por otros. Los más primitivos fueron las paredes de rocas y cuevas, como en el caso de las pinturas rupestres o los grabados en piedra, marfil, hueso, madera o cortezas de árboles. Pero no sería hasta mucho después, ya a finales del neolítico y principios de la Edad del Cobre cuando se comenzaron a desarrollar los primeros rudimentos de escritura. El principal soporte – además de la piedra y el barro – sería la madera. Así, las raíces biblos y liber nos remiten a la corteza de los árboles y a las plantas. Como anécdota etimológica, Biblos – libro en griego -, proviene de Biblion – hoja – que a su vez se toma de la mítica ciudad fenicia de Biblos. De ahí proceden las expresiones Biblia – por Libro – y biblioteca. En el III milenio antes de Cristo, asirios y después sumerios, comenzaron a usar tablillas de barro cocido como soporte de sus leyes y contabilidades grabadas en escritura cuneiforme, como el famoso Código de Hammurabi. En China se tiene constancias que desde el II milenio antes de Cristo ya se utilizaban láminas de bambú o de seda unidas por cuerdas como libros primitivos. Pero el gran avance en los soportes de escritura se dio en el Antiguo Egipto con el uso del papiro, al menos tres mil años antes de Cristo. El papiro se obtenía de la planta del mismo nombre, muy abundante en el Nilo, y que unidas entre sí formaban rollos al encolar unas hojas con otras. Los volúmenes de papiro podían alcanzar bastante longitud al desenrollo, como la Crónica del Reino de Ramsés II que se extiende más de cuarenta metros. Los cilindros de papiro, auténticos libros ya, fueron usados durante el mundo clásico también por griegos y romanos. Para escribir sobre el papiro se utilizaba el cálamo, una pieza de caña cortada, y la tinta se obtenía de una mezcla de carbón vegetal y resinas. Las bibliotecas clásicas fueron compuestas por rollos de papiros, custodiados a veces por cartuchos de piel. El pergamino, que se obtenía de la piel de vacas y ovejas curtidas y pulidas, procede de Pérgamo, la ciudad que le dio nombre. Su producción comenzó en el siglo III antes de Cristo y poco a poco fue extendiéndose su uso, hasta convertirse en el soporte habitual para las obras de calidad. Del rollo de papiro se pasó al libro de hojas de pergamino, cosidas y encuadernadas, con un aspecto ya similar al actual. Mejoraba al papiro, pero encarecía su coste. Nació así el formato Codex, en la Roma del siglo IV, similar ya a los libros actuales, pero con hojas de pergamino. Durante la Alta Edad Media los libros se copiaron sobre pergamino en los monasterios, por copistas amanuenses que escribían primorosamente a mano, por lo que estos libros se llamaron manuscritos. El pergamino es un soporte noble de gran duración en el que se ilustraron bellísimos códices que siguen admirando hoy en día. Los libros eran objetos muy caros al alcance tan sólo de la nobleza, las incipientes universidades y la iglesia. No obstante, aparecieron los primeros mercaderes de libros que traficaban con estos valiosos manuscritos, sobre los que bien se podría hacer una película por oficio literario y evocador. El gran salto de la extensión del libro se dio con la llegada del papel a Europa. El papel nació en la antigua China y tardaría más de mil años en llegar hasta nosotros. En el año 105 antes de Cristo, el ministro chino Ts`ai Lun consiguió fabricarlo al prensar y secar una mezcla triturada de fibra de algodón, corteza de bambú y cáñamo. Comenzó a utilizarse para la escritura oficial y se declaró secreto el proceso de su fabricación. Durante ocho siglos sólo fue usado por los escribas chinos. Los monjes budistas rompieron el secreto y lo llevaron en el siglo VII hasta Japón y Corea. A mediados del siglo VIII, los árabes conquistaron la mítica Samarcanda y lograron hacer prisioneros a un grupo de chinos que sabían fabricar papel. Les arrancaron su secreto y extendieron su uso hacia Medio Oriente. Durante varios siglos Damasco y Bagdad fueron los mayores centros productores. El papel entró en Europa a través de Al Ándalus, introducido por los comerciantes árabes. Los primeros centros de fabricación en Europa se instalan en Córdoba y en Játiva, logrando producir papel de gran calidad. ¿Cuál era el mejor soporte para la escritura? ¿El papel o el pergamino? Algunos eruditos en la Edad Media prefirieron seguir escribiendo sus obras en pergamino, por considerarlo más duradero. Pero el papel se demostró más económico y también muy duradero y pronto ganó la batalla. Los italianos comenzaron a fabricarlo en Fabriano, un siglo después que se hiciera en Játiva, introduciendo importantes mejoras técnicas, como el molino de mazos frente al tradicional molino árabe. Tras la invención de la imprenta, se abandonó el pergamino y se produjo una explosión en la demanda de papel. El papel, humilde material de reciclado de trapos viejos había derrotado al pergamino de piel. En aquellos primeros tiempos, el papel de mejor calidad era el procedente de tejidos usados, por lo que fue conocido como pergamino de trapo. Unos mercaderes especializados compraban trapos viejos en las ciudades para llevarlos hasta los molinos de papel. Pero todo cambiaría tras un invento fundamental que revolucionaría para siempre el mundo del libro y de la cultura. Sobre 1450, Gutemberg inventó la imprenta de tipos móviles, que permitía la edición en serie y que abarataba extraordinariamente el precio el libro, lo que supuso su rápida expansión. La imprenta se extendió con una velocidad enorme. Antes de 1500 ya se imprimía en toda Europa e incluso en América. Los libros impresos antes de 1500 se conocen como incunables y alcanzan un gran valor en nuestros días. Los impresores fueron también los primeros editores, los mercaderes de libros se multiplicaron y las bibliotecas privadas comenzaron a florecer. Nacía una nueva etapa en la historia del conocimiento. Las imprentas y las tintas evolucionaron y el libro se fue progresivamente abaratando. Pero sería el uso del papel de celulosa, a partir de siglo XVIII el que hizo accesible el libro al gran público. En el siglo XIX se comenzó a fabricar en continuo el papel y se aplicó la energía de vapor a las prensas, lo que abarató mucho el libro hasta situarlo al alcance de todos los públicos, como símbolo masivo de cultura popular. Y así, hasta hoy. El libro tiene una historia tan larga como apasionante, tal y como hemos conocido, hasta haberse convertido en el objeto bellísimo, útil y sabio que nos enseña, nos divierte, nos seduce y enamora, probablemente, el mayor prodigio cultural y tecnológico de todos los tiempos. Pero estamos ante una Feria del Libro. Además de su fulgor cultural, la feria del libro es un mercado, un zoco de riquísima mercadería. Que la mercancía más valiosa no es ni la seda de China, ni las perlas del Índico, ni las especias de Oriente, ni los diamantes del Transvaal. Que, para muchos de nosotros, la mercancía más maravillosa es la que conforma el caleidoscopio multicolor de los miles de libros que nos aguardan pacientes e ilusionados en esta feria trujillana. En la Edad Media, las ferias y los mercados se consideraban como un privilegio del rey. Las villas y ciudades competían entre sí por la concesión real de un mercado que las enriqueciera gracias a los buenos cuartos con los que mercaderes, visitantes y compradores regarían sus maltrechas haciendas. Porque como ya dijera el bueno de Benjamín Franklin, el inventor del pararrayos y padre fundador de los Estados Unidos de América, lo único cierto en la vida es la muerte y los impuestos. El antaño privilegio real periclitó y hoy, la celebración de las ferias, al menos de las ferias del libro, se trata de una decisión municipal, bajo el impulso, en muchas ocasiones, de las asociaciones de libreros, de los mercaderes de libros, protagonistas principales de esta lonja abigarrada. La Feria del Libro que pregonamos, compondrá, efímeramente, un zoco colorido y fragante, tan alocado como sereno al tiempo. Todos los olores para los sentidos, todas las luces para la razón y todas las fragancias para el alma tendrán en él cabida. El mercado más exótico, en el que se mostrarán autores de todos los países, de todas las lenguas. Puestos en los que se mezclan las culturas, los géneros, los formatos. Ninguna otra mercadería más alegre, más triste, más sabia, más provocadora, más espiritual, más sensual, más amable, más procaz que la del libro. Libros para todo y para todos. La Feria, además de para los libreros y visitantes, también lo es de los editores y escritores. Y por eso, como editor de Almuzara y escritor que soy, poseo las credenciales para oficiar la liturgia que hoy celebramos. Pertenezco de pleno derecho a la tribu del libro, a la alocada, hermosa, trascendente y divertida gente del libro, en la que, de una manera u otra, participamos todos los que aquí nos encontramos. Nos convoca nuestro amor a un pequeño paralelepípedo de papel, de delicadas tapas coloridas y de peso ligero, aparentemente frágil, pero que condensa una enorme potencia interior, mil millones de veces superior a la de la bomba nuclear más terrible. Porque nada con más poder que las ideas, nada que nos haya conformado más que el conocimiento. Pero más allá de la lógica que alimenta al animal racional que somos, como ya nos definiera el gran Aristóteles, nuestra humanidad temblosa precisa de amor, sentimientos y pasiones. Y todas ellas se condensan en el aroma del libro formidable. Los editores combinamos nuestra alma de poeta con la entraña del mercader de libros. Lo divino y lo humano en forma de profesión editorial. También, los libreros aúnan el alma del poeta con su realidad de mercaderes de libros. No dudadlo, detrás de un librero o de un editor, se suele agazapar un poeta loco, loco de amor por los libros con los que mercadea. El libro es forma y fondo, esencia y materia. El alma, su contenido espiritual, es el texto que alberga. El texto siempre es del autor, pero el libro, la forma, es tanto del autor como del editor, perfeccionado después por el lector y su lectura. El escritor aporta el texto, el editor lo transforma en libro, que después distribuye y promociona. El talento del escritor reside en escribir textos excelentes mientras que el del editor radica, precisamente, en descubrir los textos de los escritores talentosos para convertirlos en libro. El autor convierte su inspiración, su talento y oficio en un texto. El editor trabaja con ese texto para transformarlo en libro. El librero selecciona las obras que expondrá en su librería según su criterio y modelo, y acompañará al lector hasta la obra que precisa. Una cadena creadora que permite transmutar a las musas en libros luminosos que se exponen en librerías y también, por supuesto, en casetas de la feria. Observad los libros expuestos y estaréis reconociendo al librero que los seleccionó, porque un libero, en el fondo, es la selección de libros que vende. Visitantes, libreros, autores, editores y administradores trenzan la urdimbre de la Feria sobre el pilar del libro milenario. Pero, ¿tiene futuro el libro? ¿Hablar de libros significa mirar al pasado, observar al futuro a través del retrovisor? En estos tiempos digitales en los que cabalgamos sobre el potro desbocado de internet, ¿tiene sitio el libro humilde? ¿Se seguirán celebrando ferias del libro dentro de cincuenta, cien, doscientos años? La respuesta es sí. El libro tiene un excelente futuro por delante, pura vanguardia tecnológica, estética y conceptual. Y tiene futuro porque es el contenedor perfecto del relato y el relato es la esencia de la humanidad. Nuestra mente tiene esencia de relato, precisa el relato para comprender el mundo que habitamos. Los relatos nos hacen, nos conforman. Po eso los precisamos, por eso nos fascinan. Desde la más remota antigüedad, reunidos al amor de la lumbre, escuchábamos atónitos las historias y los relatos de los ancianos o de los juglares. Héroes fundadores, hazañas increíbles, guerras crueles, amores eternos que nunca pudieron ser, alimentaron secularmente al hambre narrativa que jamás lograremos saciar. Hoy seguimos consumiendo historias, relatos en forma de libros, de radio, de podcast, de películas, de documentales, de vídeos en internet, de YouTube, de Netflix. Se multiplican las formas y los canales, pero la esencia permanece inmutable. Una historia que contar y alguien que desea escucharla. Y pese a los oscuros augures que tantas veces vaticinaron el final del libro, el libro sigue gozando hoy de buen presente y de excelente futuro, porque nació para narrar y sigue siendo el mejor contador posible de los relatos que precisamos para vivir y avanzar. Trujillo inaugura su VIII Feria del Libro con la ilusión de futuro y con las ansias de gozo y de cultura a las que he tenido la fortuna de poner voz con mi Pregón enamorado, que finalizo parafraseando a Bécquer, sevillano como yo, que ya lo cantara con acierto aquello de que “Mientras haya primavera, habrá poesía”. Sí, así es y así será. Y porque arranca la primavera, y porque buscamos respuestas y porque amamos, podemos afirmar sin riesgo alguno de equivocarnos que al igual que mientras haya primavera, habrá poesía; mientras haya personas, habrá libros, hermosos y benditos libros. Concluyo, porque no son ya horas de discursos, sino de libros. Salgamos ya en busca del que nos aguarda impaciente y gocemos de esta Trujillo hecha libro, merced a la alquimia benefactora de una feria singular y única. ¡¡Viva la feria del libro de Trujillo!! (pronunciado en Trujillo el 27/03/2019) |
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