Una de las muchas historias que recogen las crónicas andalusíes nos sitúa en la corte del califa almohade Abu Yusuf al-Mansur (1160-1199). El poderoso monarca atiende con interés a la enconada discusión que mantienen sus dos médicos y sabios de mayor confianza, Ibn Rushd (Averroes) y su colega y maestro Ibn Zuhr (Avenzoar). El primero no dejaba de ensalzar a su ciudad natal como centro de la cultura y el conocimiento, una Córdoba que había perdido su importancia e influencia en detrimento de la nueva capital de al-Andalus; Ibn Zuhr, por su parte, insistía en que Sevilla había alcanzado y superado con creces el antiguo esplendor de Córdoba. Airado y con el orgullo herido, Ibn Rushd acabaría por sentenciar: «Muere un sabio en Sevilla; si su familia tiene que vender sus libros, los lleva a Córdoba, donde encontrará una venta segura. Por el contrario, muere un músico en Córdoba, y se venden en Sevilla sus instrumentos». A pesar de la amargura que parecen destilar sus palabras, Averroes no habría de hablar en vano, más allá de tan inoportuno agravio hacia la capital hispalense. Especialmente durante los siglos IX y X, la palabra escrita gozó de buena salud en la por entonces capital de al-Andalus —aquella Luz de Occidente que refieren los textos—, era parte del día a día de los qurtubíes, como deja entrever la mención a Abu Dulaf el librero que hace Ibn Hazm en una de sus anécdotas o la existencia de todo un arrabal de los pergamineros que algunos sitúan en el entorno de la actual estación del AVE. Aunque si algo hizo a Córdoba ganarse el título de «la ciudad de los libros» fue sin duda la gran biblioteca que logró reunir la dinastía Omeya. Pecaríamos de ilusos si la contempláramos como una institución abierta a las gentes de a pie: la consulta de este vasto archivo parecía estar restringido a las élites cortesanas y a aquellos sabios más reputados. Así, en pleno esplendor califal, cronistas como Isa al-Razi, alfaquíes como al-Jusani, historiadores como Ibn al-Qutiyya y médicos de la talla de Abulqasis, encontrarían una ingente cantidad de bibliografía con la que poder confeccionar sus obras maestras cuyas copias han llegado hasta nuestros días. El germen de este santuario del conocimiento no obstante se remonta al reinado de Hisham I (788-796), hijo y sucesor de Abd al-Rahman el Emigrado, fundador de la dinastía Omeya andalusí. Este emir habría ordenado erigir una almunia en la margen izquierda del Guadalquivir, en el Arrabal, que sería conocida como Dar al-Mulk («Residencia del Poder») en la que las fuentes aseguran que atesoraba una extensa biblioteca. No obstante, sería su nieto, Abd al-Rahman II (792-852), quien durante su reinado la nutriría de valiosos volúmenes. Los cronistas no dudan en asegurar que Abd al-Rahman II fue quien dio lustre a la monarquía en al-Andalus; pero no sólo eso, sino que coinciden en destacar su vasta cultura e inclinación por las ciencias. Su sed de conocimiento le empujaría a desplegar considerables esfuerzos económicos, humanos y diplomáticos para obtener los últimos libros de aquellos sabios que despuntaban en Oriente; se señala por ejemplo el caso de Abbas ibn Nasih, uno de sus poetas cortesanos, quien sería enviado a Iraq sin reparar en gastos con la misión de realizar copias de antiguos tratados científicos para enriquecer la biblioteca. De esta manera, a los fondos de palacio se incorporarían valiosos volúmenes como las tablas Zig —una obra clave acerca del cómputo de los años—, el Qanun —posiblemente el tratado astronómico de Ptolomeo—, el Sindhind y el Arkland —tratados hindúes clásicos de Astronomía—, o el Kitab al-Arud («Libro de la Métrica») y el Kitab al-Furus («Libro de los Tapices»). Como curiosidad, estos dos últimos títulos habrían servido a Abbas ibn Firnas para profundizar en el estudio de la métrica, determinante para el desarrollo de la poesía en al-Andalus. Aquella biblioteca de Córdoba de nuestro imaginario popular alcanzaría la magnitud que la haría legendaria hacia la segunda mitad del siglo X gracias a al-Hakam II (915-976). No son pocos los que afirman que la larga espera que hubo de soportar antes de convertirse en califa, y la prohibición expresa por parte de su padre, Abd al-Rahman III, de que tomara esposa antes de que llegara ese momento, le hizo volcar su amor en la palabra escrita y la persecución del conocimiento. No es de extrañar pues que el emperador de Bizancio le hubiera hecho llegar, a través de una embajada, un ejemplar de la Historia de Paulo Orosio y otro de la Materia médica de Dioscórides. Por cierto que la obra del galeno griego habría de revolucionar para siempre la medicina y, especialmente, la farmacología en Occidente. Pero, para ello, precisó de una traducción desde el griego al árabe y, lo más importante, la identificación y cotejo de cuantas especies botánicas recogía, catalogadas con nombres diferentes a los que podían recibir en al-Andalus. Para tan compleja tarea, se conformó un grupo de sabios entre los que se encontraban los principales nombres de la medicina y la farmacología, encabezados por el célebre médico y diplomático judío Hasday ibn Saprut. Llegados a este punto, y según las fuentes andalusíes, la mera catalogación de los fondos de la biblioteca de los omeyas habría requerido más de cuarenta volúmenes de cincuenta folios cada uno, contabilizándose en unos cuatrocientos mil libros. Esta cifra, aunque no deba tomarse con literalidad, no deja de ser sino una forma de expresar la ingente cantidad de tomos que la biblioteca califal llegó a albergar que, si bien fue considerable, su importancia radicaba en la calidad de los títulos, abarcando desde el conocimiento antiguo hasta las más recientes obras de poetas, gramáticos, científicos y alfaquíes, de obligada consulta para todo sabio que se preciase. Sirva como ejemplo de su enorme repercusión la aparición de traducciones de manuscritos andalusíes del siglo X en territorio cristiano, algunos de ellos conservados en el monasterio de Santa María de Ripoll. Desgraciadamente, la biblioteca sufriría un serio revés por orden del poderoso hayib Almanzor (m. 1002), quien ordenaría a finales del siglo X una quema selectiva de libros, cuyas víctimas no serían sino las obras de los antiguos y de filosofía, es decir, todo aquel conocimiento que no era visto con buenos ojos por el sector más ortodoxo de los alfaquíes. ¿El motivo? Las crónicas afirman que lo hizo para congraciarse con el pueblo, aunque parece que tras tan «piadoso» acto ocultaba la intención de ganarse el favor de estos para designar como mezquita aljama la de su palacio de al-Zahira, en detrimento de la de Córdoba. Algo que, por cierto, no conseguiría. Poco después, y ya en plena guerra civil que desembocaría en la abolición del califato, otra parte de los fondos sería vendida para aliviar las maltrechas arcas del moribundo Estado. El destino último de muchos de aquellos libros serían las taifas más poderosas, regidas por emires cuya inclinación por la cultura fue igualmente proverbial. Así, al-Mu’tamid de Sevilla o al-Muqtadir de Zaragoza habrían conseguido no pocos ejemplares de la desaparecida biblioteca de los omeyas. La suerte que corrió la mayor parte de tan valiosos títulos se ha perdido en el océano de los siglos, exceptuando algunos —por desgracia— contados ejemplos, como los tres manuscritos hallados en la biblioteca al-Qarawiyyin de Fez. Aun con todo, estos tres valiosísimos manuscritos atesoran uno de esos curiosos guiños de la Historia. Unas modestas anotaciones al margen que, si bien podrían no tener mayor importancia, por qué no, existe la posibilidad de que no sean sino el trazo de aquel califa ilustrado que convirtió a Córdoba en uno de los centros culturales más importantes del mundo conocido: el mismísimo califa al-Hakam II. Daniel Valdivieso Ramos es autor, entre otros, de Eso no estaba en mi libro de Historia de Al Ándalus |
editor y experto en Al-Ándalus |
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