«Una biblioteca implica un acto de fe». Cicerón logró concentrar en una sola frase una de las aspiraciones intelectuales más nobles de la naturaleza humana. En realidad, sus motivos para llegar a esa afirmación fueron algo distintos de los que me han llevado a mí a pensar en ello. Sin embargo, su certeza es también la mía: creo en el mundo porque aprendí a entenderlo en los libros. No todos han podido poner los pies en su propia Biblioteca de Alejandría, pero ese es un anhelo que todo hombre o mujer debería albergar. Sé que las páginas que han desfilado ante mis ojos durante estos años no me han dado instrucciones precisas sobre cómo debería vivir, ni siquiera qué dirección tomar en la mayoría de las ocasiones, pero de lo que estoy segura es de que, poco a poco, han ido dibujando un mapa de sueños y esperanzas que me han convertido en la persona que soy. Muchas veces me he preguntado qué habría sucedido si mis padres no hubieran puesto a mi alcance, a la misma altura que mis juguetes, una repisa de cuentos que creció en tamaño al mismo ritmo que yo lo hacía. Tardé en entender que aquello fue un regalo, un privilegio que conservé en algún lugar de mi cabeza hasta que me llegó la hora de transmitir ese amor por la lectura. Resulta sorprenderte descubrir que los libros, al igual que los hijos, son un legado que hacen que el universo se mantenga en perfecto equilibrio. Y no me refiero a colocar un tomo bajo la pata coja de una mesa, que bien podría ser, en el peor de los casos; hablo de las respuestas que, sin esperarlo, encuentras en forma de palabras, en rincones recónditos, porque alguien las escribió esperando tu visita, y que hacen que las cosas vuelvan a estar en su justo lugar. Pero si nadie abre las puertas del mundo, ¿de qué sirve que los sabios muestren el camino? Mis guías aparecieron durante mi tiempo escolar, las enseñanzas de los que antes que yo leyeron los textos e hicieron suyas las artes y las ciencias. Maestros que abrieron ventanas donde mirar. Recuerdo que mi profesora de Naturales nos estuvo explicando un día el sistema solar con verdadera devoción, y después nos dijo: «Ahora, salid fuera para seguir buscando». La lección nos encantó, e hizo que, desde ese momento, sus alumnos mirásemos al cielo con más curiosidad de lo acostumbrado. Sólo una compañera regresó, al cabo de unas semanas, con un trabajo escrito sobre el universo que nos fascinó a todos. Esta estudiante había comprendido exactamente qué había querido decir aquella profesora, y hacia dónde iba ese viaje que nadie más supo emprender. Lo inició en Copérnico, Galileo, Newton, Hawking... Ahora es astrofísico, y cada día se emociona mirando las estrellas como ninguno de nosotros sabe hacerlo. Parece que nadie se ha percatado de ello, pero los niños que crecen rodeados de libros corren el terrible riesgo de abrir uno de ellos, y, si eso ocurre, ¿quién los alejará del peligro de volar? Cuando llega la hora de apagar las luces en los dormitorios, hay hogares donde surgen pequeños reflejos de linternas bajo las sábanas de quienes se resisten a abandonar aventuras más tentadoras que las del sueño. Durante años, he observado a mi hija participar de ese ritual, y vuelvo a verme a mí misma, mucho tiempo atrás. Entonces siento un escalofrío, y calculo cómo será la envergadura de sus alas. Las experiencias que otros vivieron, los poemas de amor, las historias de fantasía deberían estar al alcance de todas las mentes inquietas, también de aquellas que no han despertado aún y tienen como único estímulo el pitido de un whatsapp. Y nunca, jamás, deberían perderse la vivencia más genuina del ser humano: el silencio y la apertura. A veces nos olvidamos de que la mente aprende creando, imaginando, reflexionando; así es como el corazón y el intelecto se preparan para aceptar los retos y descubrir la verdadera vocación. Carl T. Rowan, periodista y escritor de nuestro siglo, dijo: «Las bibliotecas son un templo del aprendizaje, y el aprendizaje ha liberado a más personas que todas las guerras de la Historia». El espíritu humano debe ser ambicioso cuando el beneficio incumbe a tantos. Una noche, hablando con mi hija mayor de sus libros favoritos, la invité a comparar su librería llena de novelas y cuentos con un tesoro que siempre tendría. Pero cuando las herramientas empiezan a escasear en casa, hay que impulsar nuevos recursos. —Deberías seguir buscando fuera —la animé—. Aprovecha para traerte libros del colegio. —No, mamá, ni por asomo. Lo que hay en el cole no es una biblioteca de verdad. Es un lugar frío, los libros son muy viejos… Y normalmente suele estar cerrada. «Los lugares especiales nunca deben ser fríos», pensé, «en ninguna de sus acepciones». Salí de su habitación cavilando que su centro escolar, centro neurálgico de sus vidas y referente para tantos, se merecía más que eso. Mucho más. Tener el poder de fijar los cimientos de cada chico que estudia allí y de enraizarlos. Ese es el verdadero sentido de pertenencia. Igual que un pergamino de Alejandría guardado durante siglos. «Siempre imaginé que el paraíso sería algún tipo de biblioteca» Jorge Luis Borges Los niños son nubes con nombres y apellidos. Son sus mentes las que imaginan cómo debe ser una biblioteca: «Un lugar confortable… Abierta siempre…Que no se parezca a un aula… Bonita… Que nos podamos llevar los libros a casa… Un refugio para la espera cuando llueve… Calentita en invierno… Con actividades, mesas para trabajar…Que podamos consultar las materias.» Ellos hablan. Son los más sabios. Hay un eslogan de una conocida marca de juguetes que viene a decir algo así como: cualquier cosa que busques o imagines la tenemos nosotros, incluso artilugios que ni se te había pasado por la cabeza que pudieran existir. Las gotas de esta lluvia caen transparentes sobre un desierto. Ese sitio que ellos inventan es real en sus cabezas, aunque a los adultos nos cueste darle una forma tangible. Solo se trata de convertir un desierto en un oasis. «Sin bibliotecas ¿qué nos quedaría? No tendríamos pasado ni futuro». Ray Bradbury Hace poco leí una noticia inquietante: «Según la Federación de Gremios de Editores de España, en torno al 40 % de la población nunca lee. Además, alertan: el futuro no pinta muy bien porque, con la actual Ley de Educación, no se garantiza un tiempo diario de lectura en las aulas. Si en los colegios no se promueve, luego es más difícil que adquieran este hábito. [...] El gesto de buscar el libro que más nos gusta en la biblioteca ya no es tan común. Según el informe, aunque el número de usuarios ha aumentado, el de préstamos se ha reducido en más de ocho millones. Aunque hay motivos para ser optimistas. En los últimos 15 años ha aumentado el número de lectores frecuentes, los que leen al menos una vez por semana, y hay quien bate récords. Todo un ejemplo porque, como asegura el informe, la lectura es clave para el progreso de un país». ¿Que nuestra juventud no lee? ¡Pero eso no es posible! Cualquier biblioteca es la cantera de muchos jóvenes que harán grandes cosas en el futuro. La mayoría de esas empresas empezarán con un gesto, con el emocionante ademán de alcanzar un libro de una estantería. Pero la verdad siempre debe ir por delante: queremos un jardín y tenemos un campo de cardos. Eso plantea una ardua tarea y, sobre todo, la delicada tesitura de decidir qué posibilidades tenemos de cambiar las cosas. Se puede contratar un jardinero que le dé una vuelta completa al paisaje y afrontar el coste que eso conlleva, o bien colocar unas económicas rocallas con azaleas que disimulen el panorama; aunque dicen que, al final, las malas hierbas terminan devorándolo todo. Partir de cero siempre es un desafío. Por eso es importante plantear pequeñas metas, a corto o medio plazo, que nos ayuden a progresar. Todos los proyectos, más aún el de una biblioteca, empiezan por saber llevar el mensaje a las personas adecuadas: comunidad educativa, editoriales, organismos oficiales... Los libros son un bien universal que hace crecer en todos los conocimientos y materias, y su misión es suscitar en los niños esa inquietud, venga despierta o no desde casa. Un alumno que lee será un adulto que sabrá razonar, exponer ideas y defender sus sueños. Quien diga lo contrario miente. Una sociedad que no alimenta su necesidad de avanzar, que no desea crecer, deja morir su esencia primordial. El corazón de una biblioteca ya bombea con cada latido y pone en marcha sus valores. Ahora es necesario coger aire nuevo, inspirar con fuerza para llegar más alto, ser un pulmón cuya puerta de entrada sea un libro. A través de ella podremos buscar nuestro destino y dejar que los viajeros más jóvenes encuentren su propia Ítaca. |
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