Las recientes y trágicas inundaciones en Valencia nos han recordado, una vez más, que habitamos en un planeta vivo en constante transformación. Mientras las redes sociales se inundaban de imágenes de coches flotando y calles convertidas en ríos, los valencianos revivían con horror el eco de su gran riada de 1957. Los cataclismos, ya sean provocados por el clima o por las entrañas de la Tierra, no son acontecimientos aislados: son capítulos recurrentes en la historia de nuestro planeta que nos recuerdan nuestra vulnerabilidad y, al mismo tiempo, nuestra extraordinaria capacidad de adaptación y supervivencia. El primer ser humano que dibujó una erupción volcánica lo hizo en la pared de una cueva hace 30 000 años. Desde entonces, cada temblor de tierra, cada montaña que escupe fuego, cada fragmento llegado del espacio ha quedado registrado de algún modo: en las rocas, en los sedimentos, en los hielos polares, en los anillos de los árboles y, por supuesto, en la memoria colectiva de quienes sobrevivieron para contarlo. Guiomar Calvo ha dedicado su vida a rescatar estas historias enterradas. Como geóloga, ha aprendido a leer en cada estrato la caligrafía del tiempo; como hija de amantes de la geología, heredó la intuición y el arte de interpretar el lenguaje cifrado de las rocas. Sus trabajos anteriores sobre la historia del arsénico y de la mineralogía —editados en Guadalmazán junto con Geólogas— ya demostraron su capacidad única para entretejer el rigor científico con las apasionantes vidas de quienes se han enfrentado a las fuerzas más colosales de la naturaleza. En las páginas de su nuevo libro Cataclismos. Historia y ciencia de los desastres naturales de origen geológico resuenan el estruendo del terremoto que hundió Port Royal bajo las aguas, los últimos latidos de Pompeya antes de que el Vesubio la sepultara aquel fatídico día de agosto —¿o fue en octubre?—, el extraño silencio de un verano sin sol que inspiró el nacimiento de Frankenstein… Historias que emergen de las profundidades del tiempo, como los cristales que crecen en una geoda. Cada una, como engramas de piedra, encierran en su interior un fragmento de la memoria de la Tierra. Esta obra desvela estos secretos con la paciencia de quien ha pasado incontables horas, pico en mano, buscando y descifrando los enigmas que atesora cada afloramiento. Y lo hace mostrándonos que cada cataclismo es más que un mero evento geológico, es un momento de inflexión donde la historia natural y la humana confluyen, donde el planeta nos recuerda que seguimos siendo, ante todo, habitantes de una esfera viva que no ha dejado de desperezarse desde su formación. Un recordatorio de que pisamos un archivo viviente. Solo hay que saber mirar. Y escuchar. Los cataclismos tienen también otra dimensión fascinante: han sido, paradójicamente, creadores además de destructores. Algunos impactos de meteoritos han dejado tras de sí valiosos depósitos minerales y creado nuevos hábitats de los que nos beneficiamos nosotros mismos; antiguos cráteres se convirtieron en lagos que preservaron fósiles únicos; las cenizas volcánicas protegieron ciudades enteras que hoy nos permiten asomarnos a la vida cotidiana de culturas desaparecidas. Es la otra cara de estas catástrofes, la que nos revela que incluso los hechos más devastadores encierran el germen de algo nuevo, como las semillas que germinan entre las grietas de la lava petrificada. Y mientras recorremos esta historia, mientras nos asomamos a cráteres olvidados o sentimos el vértigo de antiguos deslizamientos de tierra, emerge una verdad fundamental: los cataclismos no son anomalías en la historia de nuestro planeta, son parte de ella, su forma de renovarse. Cada nuevo descubrimiento, cada nueva tecnología que desarrollamos para estudiarlos, cada libro, nos acerca un poco más a comprenderlos. No para evitarlos, sino para aprender a convivir con ellos. Porque en ese conocimiento, en esa comprensión profunda de las fuerzas que han modelado y siguen modelando nuestro planeta, podría estar la clave de nuestro futuro como especie. |
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