La letra herida hiere. Del libro de Toni Montesinos

24/10/2022

«¿Piensas tú que no soy muerto / por no ser todas de muerte / mis heridas?». Conmovido queda uno al leer los versos del poeta prerrenacentista Jorge Manrique, curiosos y ligeros en apariencia. ¿Qué aspiró, en realidad, a comunicar? La respuesta —si la hubiere—, amén de susurrar un terror insólito que nada agradable desea confesar, es posible encontrarla en el libro La letra herida. Autores suicidas, toxicómanos y dementes, de Toni Montesinos. La obra del periodista barcelonés, bien sabedor del dolor que desencadenan las heridas, ejerce sobre el lector un efecto catártico.

¿Qué se hiere sino la carne? ¿Hay, acaso, algo más que pueda herirse? La letra, las Letras, que también son heridas y causan heridas, hondas y sangrantes. Largos siglos de insania escrita respaldan tal macabro desfile de tajos y cortes, de hendiduras en la piel que ilustres escritores han padecido con sumo escozor. «Suicidas, toxicómanos y dementes» son tres grupúsculos pertenecientes al maremágnum de locura que sería «la letra herida». Lo averiguó el autor, crítico literario del periódico La Razón y redactor jefe de la revista Qué Leer, entre otros méritos de destacable relevancia; y lo averiguó Berenice, editorial del sello Almuzara, que se embarcó en la «tóxica aventura» de publicar una obra que cala, quizá demasiado, en el intrépido lector que busca algo más que una lectura de ligera digestión.

Algunas letras heridas que hieren son de talla inmortal. Cesare Pavese, para quien la muerte le fue un trauma desde el fallecimiento de su padre y para quien el temor a vivir hizo arder su corazón. Yukio Mishima, para quien la daga representó «la masturbación definitiva», explosión de vida y muerte. Johann W. von Goethe, para quien el suicidio fue un acontecimiento de la naturaleza humana, cambiante en cada época y presente en su obra, y a él se entregó a orillas del lago Wannsee en 1811. Friedrich Nietzsche, para quien padeció una dolorosa soledad, una vida sumida en una «demencia demoníaca». Emilio Salgari, para quien la desesperación, la angustiosa soledad, la hórrida explotación y la exhaustación inclemente le condujo al suicidio un siglo después que Goethe. Rubén Darío, para quien el alcohol era devorador de futuro —«Juventud, divino tesoro, / ¡ya te vas para no volver! / Cuando quiero llorar, no lloro / y, a veces, lloro sin querer»—, quien resistió como preso de una desdicha manchada de lágrimas. Virginia Woolf, para quien sus inseguridades, sus miedos, sus arranques de nervios, su espanto a la guerra y su frustrada vida interior, pesadillas que resuenan como ecos malignos hoy día, la empujaron al río Ouse. Fernando Pessoa, «soñador inveterado» y «escapista» en palabras de mi admirado Manuel Moya, para quien la literatura, la poesía, la creación, el escribir, eran un huir de la vida y del desasosiego, y fue también una vía de escape el aguardiente que el médico le prohibió beber. Ernest Hemingway, para quien el sobrepeso de la paranoia y el impulso suicida le venció un 2 de julio de 1961, disparándose en la parte más tierna de la cabeza, el paladar. Juan Rulfo, para quien lo fantásticamente fantasmal rozó lo realmente biográfico, y ese umbral borroso lo arrojó a la bebida desenfrenada. J. D. Salinger, para quien arrodillarse ante el sigilo, el ocultismo, el oscurantismo —como ocurrió, además, con Cormac McCarthy y Thomas Pynchon— fue la única opción y la mejor elección. Primo Levi, para quien Auschwitz y el holocausto nazi pasaron grandes facturas que fracturaron su concepción del mundo y de la dignidad humana, precipitándose, al final, por el hueco de la escalera. Charles Bukowski, para quien la escritura le salvó, un tiempo, de aquel cable eléctrico que colgaba del techo, pero no de la hemorragia provocada por el consumo descontrolado de alcohol. Philip K. Dick, para quien la mente imaginativa lejana, posada allende el futuro, le condujo a pensamientos paranoicos-religiosos, para quien el término «weltschmerz» encajó a la perfección en su vida personal. Emil Cioran, para quien el taedium vitae y el apocalipsis se hallaban en él mismo, el más cruel archienemigo.

¿Suicidas, toxicómanos o dementes? ¿Ángeles o demonios, víctimas o culpables? Unos versos que Chantal Maillard escribe en Medea vienen a mí, y no sé bien por qué —tal vez porque los crea víctimas de su desdicha, tal vez porque los encuentre íntimamente culpables de su desgracia, tal vez porque en el fondo algún rara avis se identifique hasta sentir compasión—, al leer esta impecable joya de Montesinos: «En este mundo ¿quiénes somos / las víctimas y quiénes los culpables? / En el lugar del hambre / cualquier depredador es inocente». En el lugar de la letra herida cualquier escritor es inocente. Visto así, preguntémonos, «¿pensamos nosotros que no son muertos por no ser todas de muerte sus heridas?». Morir no es el peor de los males que a los hombres les fue concedido, según Tolkien, en calidad de don. Las heridas, y sí, lo creo así, hacen a uno «ser muerto», aunque su cuerpo, resistente al desgaste del tiempo y al dolor y luchador de adversidades aun en los peores escenarios, ansíe seguir respirando, dedicado con esmero a escribir sin más deseo que... ¿la autodestrucción? Al fin y al cabo, non metuit mortem qui scit contemnere vitam [«no teme a la muerte el que sabe despreciar la vida»].

Toni Montesinos, La letra herida. Autores suicidas, toxicómanos y dementes.

Alejandro G.J. Peña
Universidad de Sevilla. Subdirector de «Claridades. Revista de Filosofía»

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