Una reflexión sobre lo que somos, una lanza a favor de la consciencia y contra la enajenación, una historia de íntima soledad escondida bajo la arena de las dunas.
Situada en las marismas de Doñana, El Príncipe de las Coquinas es la
experiencia de un hombre que vive sus últimos días, de transición a
otra realidad, en una conversación consigo mismo, sus fantasmas y sus
sueños. Demasiado longevo, mucho tiempo saludable, no deja de ser lo
que ya es por edad, un hombre terminal. Su cuerpo probablemente esté
postrado, lo mismo que su alma. Su mente, en continuo movimiento,
todavía nos parecerá lúcida. Entre esa lucidez tozuda y el anuncio de
un posible delirio, propiciado más bien por los efectos de la inanición
que él mismo se provoca, se rodea de voces que no existen, pero que le
acompañan, entre ellas las de unos niños que le demandan sus cuentos
de viejo, «sus historias de muertos». Aunque la única compañía real de
la que dispone puede ser la de una asistente, un médico ocasional o la
del técnico del seguro contratado, que parece haber venido a adaptarle
la bañera.
—¿Y por qué no come el viejo? —preguntó el técnico.
—No quiere. Se puso en huelga de hambre.
—¿Comer? ¿Y por qué tendría que comer? ¡Si no tenía apetito! pensaba el abuelo.
Max Arel Rafael, La maldición de los hombres Malboro (Ed. Dalya,
2018), cuyos textos sirvieron para el premiado espectáculo homónimo
estrenado en el Festival Internacional de Danza de Itálica en 2017, con
El Príncipe de las Coquinas ofrece su tributo personal a un territorio
para él muy querido, Doñana, un espacio transitorio, el resultado de una
sedimentación, una desembocadura y un encuentro. Como seguramente ha ocurrido con la vida del viejo protagonista de esta historia.
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