Esto no es una novela ni un libro de autoayuda, sino un «café con leche» en palabras de su autor. ¡Pasen y lean!
El día empieza con el acostumbrado y rutinario trasiego
de la farmacia, colocando los medicamentos recién llegados en un mundo de cajones y estanterías.
Una caja de paracetamol resbala de las manos de mi
compañera y cae al suelo. “Alguien está pensando en
mí”, dice. La miro con desdén y no puedo evitar replicarle que eso es tan pretencioso como estúpido y que
sólo esconde una realidad: “eres torpe”. Mi compañera
me devuelve una mirada de indignación y suelta un “gilipollas” de camino al lavabo. Sé qué es esto en lo que vivo.
Ese estado que alguien decidió distinguir con una exótica palabra, burnout, y que se me ha comido entero. Vivo
en él y lo impregna todo. Abandonado a una existencia
que no me pertenece e incapaz de transformarla.
Qué caprichosa puede ser la vida cuando esta que, pareciera haberse convertido en tediosa rutina, de repente
pide que te vuelvas a reinventar; a revisar lo que uno
pudo ser, o fue, y a curar las heridas de lo que ahora es,
mientras te suelta una buena bocanada de culpa.
Con un discurso mordaz y burlón, diario de un dolor de tarde de domingo no es más que una pretendida
excusa, una crónica petarda que acompaña el proceso
de hilvanar una nueva existencia. Este, es el diario de un
dolor latente; que consiguió adormecerse, contenido, y
que ahora vuelve a recuperar todas esas tardes de domingo en las que quiso desaparecer.
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