Utilizamos el símil de la tortuga para interrogarnos sobre los estilos de vida actuales. En la cultura del «primer mundo» ser lento es sinónimo de torpe, ineficaz, «tonto» o inútil. Se impone la rapidez y la impaciencia, todo debe estar disponible «al momento». Así, una espera de quince segundos ante el ascensor se hace insoportable o por mucha alta velocidad de la que se disponga, nos enerva que no aparezca rápidamente una página en Internet.
Cualquiera que observe el ritmo de nuestras ciudades verá una vorágine de sujetos corriendo desesperadamente de un lugar para otro. Muchas personas desearían que el día tuviera el doble de horas o incluso la posibilidad de no dormir, ya que supone un «tiempo desaprovechado». Da la sensación que no sabemos a dónde vamos, pero que avanzamos a pasos agigantados.
Frente a una cultura infectada por el virus de la prisa, hay que resaltar que desenvolverse con lentitud no tiene por qué asociarse a pensar o vivir con desidia o apatía. Lo importante y fundamental es hacer buen uso de esa lentitud. Quizás lo básico no sea ser tan lento, sino actuar con talento. He ahí la sabiduría de la tortuga: sin prisa pero sin pausa.
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