Stalin, a diferencia de sus sucesores, conocía el poder de la música. Es significativo, pues, que su sanguinario poder destructivo acabara sucumbiendo ante compositores como Shostakóvich o Prokófiev, a los que maltrató pero no se atrevió a purgar
Este libro se ocupa de la música escrita por los compositores rusos más significativos del área rusa desde los últimos años del zarismo hasta la compuesta después de la caída de la Unión Soviética, haciendo especial hincapié en los maestros que, de una manera u otra, desde dentro y desde fuera, trabajaron durante los años de la dictadura de Stalin. Un repaso desde Glinka a Chaikovski; desde Rimski-Kórsakov a Músorgski; desde Rajmáninov a Stravinski, Prokófiev, Shostakóvich y sus herederos. Defiende la tesis de que los que trabajaron en los años de acero fueron el resultado de un poliédrico proceso que arranca con un coloreado y potente movimiento nacionalista hasta alcanzar una vanguardia que solo a veces es capaz de expresarse con autonomía, debido a la permanente mediatización de su asfixiante dependencia política. Indirectamente, pues, habla de las relaciones entre el espíritu de lo ruso y su inagotable y magnífica inventiva.
El autor pone su empeño en clarificar ese escenario, tratando de separar la paja, que es mucha, de un trigo que pudo crecer gracias al enorme talento de unos cuantos compositores que desarrollan su arte inmersos en la inmensa mediocridad oficialista. E igualmente expone los datos necesarios para encontrar explicaciones a la posterior deriva que conduce a la sequía musical producida en la Federación Rusa desde el momento mismo de la caída del imperio soviético. El punto sin retorno de esta funesta evolución es un estado actual de la sociopolítica en el que es difícil detenerse, pero que queda encarnado en una cruenta y letal mezcla entre (in) cultura, violencia, irracionalidad religiosa e impenitente imperialismo.
Como ya sucediera en sus libros anteriores para Berenice, en este vuelve a hacer un repaso exhaustivo de los contenidos, bajo una perspectiva dominada por la sencillez y un esforzado intento de descender hasta el alma de la música. Un alma que, en este caso, tiene que ser arrancada a los pentagramas bajo el signo de la autodestrucción, ese rasgo tan grandioso, y a la vez doloroso, de la gran creación rusa.
«Pedro González Mira domina en sus libros el arte, casi imposible, de escribir sobre música, porque sabe expresarse con claridad, sin enredarse en zarandajas técnicas ni perderse en vaguedades o jergas indescifrables. Comparte sus ideas muy personales, que son muchas, y sabe ponerlas al alcance de todos». Luis Gago, crítico musical de El País.
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