Rodrigo García Marina repliega el plano de cada página como un virtuoso de la papiroflexia semiótica para hacer de cada concepto una cosa nueva, con un significado nuevo, desplomando el peso de la semántica y del propio lenguaje. Con cada poema va perfilando un desconcertante sentido de desamparo, orfandad y extranjería donde el deseo se convierte en una categoría de sentido. Este deseo no es ni una pulsión consumista ni una «nostalgia de absoluto» en los términos de George Steiner. Es una escritura. Todo empieza con un asesinato: «Yo lo asesiné. En carne viva hice quemar el yeso. Escupí en su boca todos los insultos. Era un hijo de la gran puta. Un animal desquiciado. Era la sangre de mi sangre. Mi marido deshecho. Mi madre recién parida con su tripa de cerda degollada. Su herida olía a naranjo...»
Rodrigo García Marina viene a decirnos con la lírica de un nuevo Zaratustra: «¡El yo ha muerto!»
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