La literatura como mapa del alma mexicana
Pasó hace algunos años al abordar un taxi, en el corazón de Madrid.
20/06/2025

Aunque compartíamos idioma, el conductor captó al vuelo mi acento, ¿mexicana?, y bastó con que yo asintiera para que no volviera a soltar la palabra en todo ese inolvidable trayecto. Era un hombre mayor, sencillo, abierto y moderado a la vez, con ese dejo pronto y cerrado que tienen muchos madrileños, por lo que había que parar la oreja para entender todo lo que decía.
Después de su primera frase, México es el país que más quiero después de España, yo no podía perderme una letra. Recordó desde Jorge Negrete a María Félix, de Cantinflas a Hugo Sánchez; en ese taxi fuimos de Cancún a Tijuana, de los mayas al Estadio Azteca, en un recorrido espontáneamente enciclopédico, mientras Madrid sesteaba en su atasco. Sabía, por ejemplo, que Elvis Presley tuvo casa en Acapulco, que el nopal es mesoamericano o que San Juan de Ulúa fue cárcel en Veracruz.

Sin embargo, lo más asombroso fue su cátedra, porque no era otra cosa, sobre la literatura mexicana. Me contó cómo desde joven compraba ediciones baratas de autores mexicanos que conseguía en librerías y mercadillos y había formado una pequeña biblioteca, que yo imaginé inmensa e íntima a la vez. Citó con acierto a Octavio Paz, recitó de memoria líneas de Sor Juana, mencionó a Alfonso Reyes, a los novelistas de la Revolución, a Juan Rulfo, Rosario Castellanos, Juan José Arreola, Ibargüengoitia y su desgraciado avionazo; se refirió a las Cartas de Relación de Hernán Cortés, conocía los textos de los exiliados españoles en México, desde Cernuda hasta Xirau, en fin, que no había duda de que sabía y apreciaba a México más que muchos mexicanos. Y lo quería porque lo conocía.

De ahí mi sorpresa cuando me reveló que nunca había estado en México, y a estas alturas, creo que nunca estaré, dijo sin amargura, pero sus libros me lo han enseñado, tengo hasta de cocina, agregó. Soy de llanto fácil y varias veces me contuve; fue una charla que recuerdo entre claxonazos y lágrimas furtivas. Cuando nos despedimos y bajé del taxi sentí que volvía a España desde un país que, gracias a un taxista madrileño-mexicano, era más mío que nunca.

¿Se puede conocer a un país a través de su literatura? Yo estoy cierta de que sí. Los libros son, entre tantas cosas, puertas de conocimiento. Puertas tan grandes y amplias que puede caber lo que se nos ocurra, pongamos por caso, un país, una de las realidades más complejas, donde las haya. Yo sentí cómo aquel taxista madrileño, que nunca había puesto un pie en México, nos conocía y entendía bien. Y, por lo tanto, sabía lo cerca que estamos o podemos estar, mexicanos y españoles.

Ésa es una de las muchas razones de porqué la literatura mexicana es relevante para España, para el resto del mundo de habla hispana y, bien visto, para el mundo entero. En la medida en la que más nos leamos, mejor nos conoceremos, mejor nos entenderemos y, en el mejor de los casos, más cerca estaremos unos de otros, en lo individual o como sociedades y naciones. Y de ahí, a apreciarnos, un paso.

Ahora bien, si un país es complejo, su literatura no lo es menos. La literatura es una de las mejores expresiones de la sociedad que la engendra. La mexicana, a lo largo del tiempo, con su inmensa diversidad de visiones, estilos, creadores, enfoques, etc., ha sido testigo y testimonio de su complejidad social. Hoy lo sigue siendo.

México es un país rico, sobre todo, en sus contradicciones. La contradicción está en su ADN, en su esencia: mares y desiertos, exuberante y miserable, solemne y frívolo, joven y viejo, amable y violento, selvas y volcanes, amoroso y cruel, culto e ignorante. Un universo intenso y magnífico con un perfil singular en el mundo actual. ¿Cómo acercarnos a él para su conocimiento?

Quizá a través de una real y verdadera historia de la conquista o de la visión de los vencidos pueblos prehispánicos, o de los sueños de una monja jerónima en el mundo virreinal. La literatura expresa, quizá mejor que cualquier otro medio, la sustancia social, descubre su realidad evidente y su profunda naturaleza. Ayuda, por ejemplo, a entender los antagonismos del siglo XIX mexicano entre monárquicos y republicanos, federalistas y centralistas, liberales y conservadores con notables textos en ambos bandos, libros como trincheras, hasta estallar en la revolución.

Y, después en las contradicciones del ser mexicano contemporáneo, que se multiplican en el laberinto de la soledad, que analiza Octavio Paz, o en los recuerdos del porvenir de Elena Garro, a través de los llanos de Juan Rulfo o en la región más transparente de Carlos Fuentes, hasta llegar al momento actual, en el que una pléyade de autoras y autores escudriñan el ser mexicano, desde el ensayo hasta el cuento, desde el periodismo a la ficción, desde sus entrañas hasta su globalización. Cristina Rivera Garza, Álvaro Enrigue, Fernanda Melchor, Jorge Volpi, Brenda Navarro, Juan Villoro, Guadalupe Nettel o Guillermo Arriaga son voces que hoy tratan de explicarse esa profunda contradicción que se llama México y que tan bien entendía aquel taxista madrileño-mexicano, quien, en medio del tráfico, entonaba el “México lindo y querido…”.

Bertha Herrerías


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