Alguna vez, por esa tendencia innata de fijar estereotipos, nos preguntan/me pregunto si somos un escritor de brújula o de mapa. Los autores de brújula se lanzan a pecho descubierto a la aventura literaria de la improvisación cartografiando sobre la marcha. Su proyecto, dicen, pierde frescura si se encorseta con la rígida escaleta de los escritores de mapa. He visto a colegas noveles abanderar el pretexto, acaso desconociendo, o enmascarando, lo que no es sino un cuadro sintomático del síndrome del escritor vago. Caminar sin rumbo fijo, sin saber hacia dónde nos dirigimos, generalmente nos conduce a páramos yermos de tramas deshilachadas. Los de mapa, por contra, necesitan un plano previo para no perderse en mitad del camino y han de programar previamente cada uno de los elementos que formarán parte de la presentación, del nudo y del desenlace. Los “brújula” se sienten cómodos en el género corto y la poesía, pero la improvisación continua se le va de las manos en la carrera de fondo de las tramas complejas. El thriller noir, verbigracia. Los “mapa” pueden ser prisioneros de su escaleta y se atoran cuando se ven incapaces de improvisar al menor atolladero. Como todo lo relativo, no hay criterio ejemplar del buenhacer porque los escritores, pese a los egos, nos guste o no, seremos eternos aprendices de una profesión que jamás dominaremos del todo. Mapa o brújula dependerá, no tanto del oficio sino de la personalidad de cada autor. Mi apuesta siempre fue un híbrido entre ambas estrategias. Confieso que, salvo para el género corto, renuncio a improvisar sin una planificación esquemática previa que me ayude a asentar la trama y a encajar las piezas con suavidad. Pero, una vez dentro del andamio, siempre encuentro la improvisación cuando mis propios personajes, que en ocasiones se me rebelan contumaces, me conducen casi sin darme cuenta por senderos imprevistos que jamás imaginé recorrer cuando inicié la historia. De lo que no podemos librarnos, sobre todo en narrativas de largo recorrido como ensayos o ficción de género histórico o negro, es del necesario trabajo previo de documentación. Mi ensayo La Transición oculta (Almuzara, 2021) se forjó durante tres años de investigación consultando una gran diversidad de fuentes documentales archivísticas y bio-bibliográficas, incluyendo testimonios orales. En mi novela La cuarta bestia (Almuzara, 2021) documenté un crimen real perpetrado en 1898 en la provincia de Jaén, cuyo impacto social alcanzó al Consejo de Ministros. Antes de ponerme a escribir, escudriñé archivos históricos buscando información sobre aquel caso conocido como el “crimen de Pedernales”. Me topé con la adversidad de que, tras el juicio, alguien robó el sumario de la Chancillería de Granada, sin duda para que no se conocieran comprometidos detalles del proceso. Sin embargo, suplí esa carencia documental en la Hemeroteca Nacional de Madrid donde encontré todo lo que se publicó sobre aquel célebre caso. Debido a la expectación que generó, los periodistas cubrieron con gran detalle el juicio y publicaron casi literalmente las exposiciones de los magistrados, del ministerio fiscal, las defensas, los peritos y los testigos. Incluso las brillantes batallas dialécticas entre juristas. Obviamente, lo más difícil fue encontrar los nexos de unión con los episodios de los que carecían de aporte documental previo. En estos casos recurrí a una ficción deductiva basada en los indicios y en la memoria popular, en mi empeño de ajustarme lo más posible al suceso real. Aunque estos capítulos no alteran la trama, sí fueron especialmente dificultosos y me llevaron incluso a consultar las modas de aquellos años, incluso tratados de criminología y de procedimientos procesales de la época. Creo que el mérito de esta novela y su celebrado éxito entre los lectores, ha sido conjugar el rigor histórico de un terrible caso real presentándolo con la intriga y el suspense propios de un thriller de ficción. En mi obra El insólito viaje de Brenda Lauper (Almuzara, 2022), novela histórica sobre la búsqueda por Juan Ponce de León de la fuente de la eterna juventud en 1521, no solo tuve que leer obras temáticas como la saga Cienfuegos de Alberto Vázquez Figueroa, la biografía de Ponce de León, diversas obras sobre conquistadores españoles o las cartas de Cristóbal Colón. También releí clásicos de la picaresca del Siglo de Oro para documentarme sobre el habla, los usos y las costumbres de la España de aquel tiempo. Me refiero a El lazarillo de Tormes, Guzmán de Alfarache (Mateo Alemán), La vida del buscón (Quevedo), La Celestina (Fernando de Rojas) o nuestro imperecedero Cervantes con su Quijote de la Mancha o los Rinconete y Cortadillo de sus Novelas Ejemplares, entre otros. En los capítulos alternantes del siglo XXI, describo persecuciones en helicóptero y dataciones de huesos por carbono-14. Para conseguir una mayor credibilidad narrativa me propuse aprender a pilotar un helicóptero, lecciones que tomé en la empresa Tropicopter de Motril, y documentarme sobre las técnicas de datación por radiocarbono en el Centro de Instrumentación Científica de la Universidad de Granada y el Centro Nacional de Aceleradores de la Universidad de Sevilla. Digo todo esto como ejemplo sobre el sacrificio que supone el no siempre valorado oficio de escritor. No creo en el miedo a la página en blanco, ni en la mística de las musas, ni en las sequías creativas, sino en el esfuerzo, la disciplina, la planificación, la lectura y la documentación, sin descartar, por supuesto, la improvisación entreverada. No hay atajos en este oficio, ni en otros muchos. |
Historiador, criminólogo y escritor |
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