¿Es necesaria la crítica literaria? ¿Es precisa la figura del «argumentador de criterios estéticos» que se aventura a analizar una obra? Una buena reseña, ¿ayuda a vender más libros? ¿Es un ejercicio endogámico destinado a una comunidad formada por compañeros de profesión, editores, libreros y autores? ¿Por qué sus gustos tienen más peso que los de un lector común? ¿Cuanto más críptica es la recensión, más criterio de calidad alcanza la obra? Partiremos de la base de que todo texto crítico que habla de un libro publicado estriba en el buen gobierno de los íntimos dilemas del profesional. No es una ciencia empírica que tenga demostración alguna pues solo se ampara en el rigor de la tradición literaria, incluida la contemporánea, y en conceptos como coherencia, verosimilitud, verdad artística, celebración de licencias literarias, constatación de que los textos tienen cabeza, tórax y abdomen y, por último, la corroboración de que se mantienen los códigos de belleza. La crítica nace con el esencial rol de colaborar a la comprensión lectora y discernir entre lo bueno y lo excelente, lo reiterativo y lo aperturista, lo artísticamente insolente y lo zafio. Cribar lo pedestre de lo artístico... porque la literatura tiene unas normas cifradas que es preciso conocer, tanto a la hora de escribir, como en el momento de cuestionar lo leído. Desde los tiempos del papiro, ha habido profesionales ocupados -con más o menos acierto- en leer, releer, opinar, revisar, ponderar o, incluso, condenar textos ajenos. Comenzaban las primeras actuaciones de aquello que terminó derivando en crítica literaria. Lo menos que se le podía -y se puede, a día de hoy- exigir a la persona que analizaba cualquier manifestación artística ajena era -y es- estar pendiente de los cambios de hábitos, gustos, creencias o de caminos transitados para responder, alabar o revelarse contra la tinta impresa. De ahí que resulte imprescindible que la crítica literaria evolucione en un camino paralelo a la escritura con el fin de acompañar al lector y al escritor con sus precisiones, disquisiciones, interrogantes, afirmaciones o negaciones... Solo así podemos llegar a una lectura reflexiva que alimente el diapasón del autor y ayude al leedor a elegir. Pero... ¿existen pautas que nos lleven a detectar si un texto contiene arte o es sólo producto de una moda? En principio, el bagaje literario es un apoyo fundamental, aunque, como errar es humano, solo el paso del tiempo determinará aquello que puede pasar a la historia y lo que se quedará como humo que pasa y mancha... aunque sea rentable entre sus coetáneos en el momento de su publicación. ¿Todo lo escrito bajo el título de literatura, es literatura? Evidentemente, no, pero ello se dilucida a partir de herramientas que atienden a estructuras que conforman el mal llamado «canon» -volátil en no pocos casos como los mercados bursátiles-, aunque sin olvidar que las creaciones no deben de estar regidas por normas pues sería considerado una coerción o una limitación a la creatividad. Por ello el crítico honesto debe dedicarse a establecer similitudes y diferencias con el citado «cuaderno de bitácora del consenso universal», señalar aquellas cualidades que brinda el libro destinadas al placer del leer, estudiar el idioma y reseñar si es aceptable como forma de comunicación artística, así como clasificar y cuantificar los textos. Los lectores no tienen la obligación de estar informados de las escuelas narratológicas aunque, tal vez sí, conocer que hay una profesión que intenta cimentar con criterio la bondad o el desdoro estéticos de determinados libros que se escriben, se editan, se distribuyen y se compran. La actividad critica, desgraciada y humanamente especulativa, se asienta en códigos que no tienen consistencia científica pero siempre se autoexige que una obra tenga, cuando menos: coherencia, equilibrio, verosimilitud, verdad artística y el etéreo pero identificable concepto de belleza. La praxis crítica, de este modo, y como diría Walter Benjamin, es un innegociable combate literario... contra todo y contra muchos intereses. El lector contemporáneo de El Cantar del mio Cid tiene elementos suficientes para dilucidar si forma parte del arte o fue producto de una moda temporal. En él ve como están desplegados valores fundamentales imperecederos que deben escoltar a la humanidad a través de los siglos. Para alcanzar tal certeza ha sido necesario tiempo, esfuerzo, dedicación, estudio, lecturas y miles de reflexiones y análisis de quienes, sin estar en posesión de la magia del creador, han aprendido a encontrarla y exponerla. A tenor de todo lo dicho, y no sir rubor, desearía manifestar que ningún autor está libre de que un libro de su autoría caiga en manos de un crítico ineficaz. O, peor aún, que actúe de forma vicaria movido por la rabia, la envidia, la inquina, intereses mediáticos o cualquier otro motivo. La gaseosa idea del gusto es una baza tan tibia y falaz como extendida, y nefasta, para ejercer de árbitro como también lo es aferrarse a una verdad estética única y excluyente. Solo denota pobreza por parte de quien se hace llamar profesional. Pese a ello, acaso sea momento de reconocer, valorar y dar el lugar que merece a esta profesión tan denostada como temida, que solo pretende a acompañar al lector en su última decisión: la adquisición de un ejemplar. Solo hasta ese punto porque, la decisión íntima sobre los gustos, es soberanía del receptor. El koan más famoso del repertorio zen es el que pregunta cómo suena el aplauso que se realiza con una sola mano. Aplicado a esta reflexión: ¿sería la crítica que nunca se escribe? |
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